Carta al director en El Mercurio: La gratuidad y las prioridades políticas

Por Claudio Alvarado, director (i) del Instituto de Estudios de la Sociedad, y Daniel Rodríguez, director ejecutivo de Acción Educar.

Señor director:

“La gratuidad en la educación superior llegó para quedarse”. Con esas palabras, el Presidente Sebastián Piñera fue más allá del compromiso adquirido en las últimas elecciones. Sin duda, hay una deuda pendiente con quienes estudian en la educación técnico-profesional, pero su afirmación pareciera asumir que la gratuidad universal en la educación superior constituye un destino inevitable. Esto exige una reflexión.

Hace muy poco tiempo, el oficialismo y varios otros actores criticaban con dureza la transferencia del costo total de la educación terciaria al Estado (y, por tanto, a los contribuyentes que sostienen el fisco). En ese entonces -escasos meses atrás-, se denunciaba no solo que esta medida comprometería significativamente el gasto público futuro, sino también su carácter regresivo. Por dar un solo ejemplo, en la discusión parlamentaria se informó que de aprobarse la gratuidad universal en la educación superior, $700 mil millones serían destinados al 20% más rico, mientras que menos de $400 mil millones financiarían al 20% más pobre. Quizás estos argumentos pueden ser controvertidos, pero sorprende que hayan pasado a un segundo o tercer plano.

Con todo, la principal dificultad es de naturaleza política, y guarda relación con la inconsistencia que existe entre iniciativas como la gratuidad y el anhelo de cambiar el rumbo del país. La gratuidad es una bandera emblemática de un proyecto de largo aliento: los derechos sociales gratuitos y universales, inspiración fundamental del segundo mandato de Michelle Bachelet. Una de las promesas de la administración actual fue ofrecer un proyecto político diferente, y tal esfuerzo exige articular una narrativa distinta, fundada en otras premisas en el plano de la justicia y la legitimidad. Adoptar la retórica de la gratuidad no va en esa línea. Una cosa era mantener las ayudas ya consolidadas, y otra muy diversa asumir que se trata de una medida irreversible, sobre todo si está sujeta a leyes y, por tanto, a la discusión democrática. En una democracia los debates nunca se terminan, y lo propio de quien alienta una perspectiva alternativa es intentar modificar aquellas iniciativas consideradas injustas o inconvenientes.

Desde luego, sería absurdo pretender volver a fojas cero, pero, ¿por qué renunciar tan tempranamente a promover una visión diferente en la materia? De hecho, el Ministerio de Educación había insinuado una agenda focalizada en la calidad y la educación inicial que ahora, guste o no, ha quedado relegada. Esto no es trivial, pues uno de los desafíos del Gobierno es impulsar una opción preferencial por los más débiles, comenzando por los niños y aquellos que viven en pobreza y vulnerabilidad (Sename, adultos mayores y un largo etcétera). Pues bien, gobernar es priorizar. El inconveniente no se restringe al carácter limitado de los recursos fiscales. Hay, además, un problema político y simbólico con el lugar asignado en nuestra esfera pública a ciertas propuestas, como -precisamente- la gratuidad en la educación superior. A fin de cuentas, estos énfasis dificultan centrar nuestros esfuerzos (discursos, estrategias y medidas concretas) en quienes más lo necesitan. En último término, ¿hacia dónde debe apuntar el foco de nuestros recursos y políticas públicas? El Gobierno tiene la palabra, pero la lógica universalista y la prioridad de los más desposeídos parecen muy difíciles de conciliar.

 

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Escrito por Daniel Rodríguez Morales

Director ejecutivo de Acción Educar.