Columna en El Mercurio: Voluntarismo versus sentido común

Por Raúl Figueroa y Daniel Rodríguez, Acción Educar. 

El buen diseño e implementación de políticas públicas debe responder a ciertos criterios básicos: un diagnóstico claro y compartido basado en evidencia, problemas a resolver concretos y delimitados, instrumentos focalizados a los objetivos y acordes a los principios de equidad y buen uso de los recursos públicos, formas efectivas para evaluar la capacidad de los instrumentos para cumplir esos objetivos, un cronograma claro de implementación, transparencia y cuidado en los conflictos de interés. En pocas palabras, solucionar problemas generando más certezas y beneficios, evitando la incertidumbre y los efectos negativos.

Estos principios constituyen el sentido común en la elaboración de políticas públicas en el país durante ya varias décadas. Sin embargo, estos parecen haberse desnaturalizado en la forma en que el Gobierno ha llevado a cabo su agenda reformista. Solo en el plano de la educación, y en específico de la educación superior, la abundancia de los ejemplos es preocupante.

En el diagnóstico, el Gobierno se ha mantenido alineado con consignas que desconocen los avances que Chile ha tenido y que tienen su mejor ejemplo en las oportunidades que el sistema ofrece a los jóvenes de familias de menos recursos. Un dato que tiende a obviarse es que, con la política de financiamiento basada en la entrega de becas y créditos que se pretende erradicar, nuestro país tiene la mayor cobertura de Latinoamérica para jóvenes del primer quintil de ingresos.

Ante el objetivo de mejorar aún más el acceso a la educación superior, la gratuidad universal se transformó en un fin en sí mismo. Entretanto, la ciudadanía está a la espera de antecedentes objetivos que justifiquen esa política como la mejor opción posible para el financiamiento de la educación superior. En especial, hacen falta estudios que intenten demostrar la supuesta mejora en el acceso a la educación superior de los sectores más vulnerables y el aumento en la equidad del sistema en su totalidad que, se cree, se derivarán de esta política. Lo anterior, considerando que la experiencia internacional muestra un creciente aumento del gasto privado en educación superior y que, como por otro lado demuestra el caso argentino, la gratuidad no garantiza mayor equidad.

Agrava más el asunto el hecho de que se utilice la Ley de Presupuestos, cuyo único propósito es establecer en 60 días los ingresos y gastos del sector público por un año, como instrumento concreto para llevar adelante la política que ha sido definida por sus impulsores como un cambio de paradigma del sistema de educación superior. Así, a la falta de evidencia se agrega la poca discusión y escasa claridad respecto de la forma en que se deberá implementar, ya que la glosa presupuestaria deja varios aspectos clave por determinar. Entre estos se cuentan los contenidos de los convenios que firmarán las instituciones que adhieran a la gratuidad, los instrumentos para definir la vulnerabilidad de los estudiantes que serían beneficiados, los montos a transferir y las sanciones a las instituciones que incumplan. Se cae en un activismo que no da soluciones y se da la impresión de que se quieren resolver múltiples problemas complejos mediante una sola herramienta.

La transparencia también ha sido débil: ante la inminente reducción de recursos disponibles para todas las instituciones de acuerdo a criterios objetivos, la ciudadanía y las instituciones de educación superior afectadas han debido enterarse por la prensa de la firma de un acuerdo entre el representante de las universidades del Consejo de Rectores, el Gobierno y un senador, que tuvo como único propósito el salvaguardar intereses particulares del CRUCh. La capacidad de presión de este grupo para mejorar sus condiciones en desmedro de otro quedó en evidencia. Este tipo de arreglos vulnera la confianza en la capacidad del Parlamento de representar legítimamente a los distintos actores de la sociedad.

Finalmente, no se han establecido formas concretas en las que se medirá o estimará el éxito de esta política, con especial consideración al costo de oportunidad que implican en el contexto de un país con grandes urgencias sociales y aún escasos recursos públicos. Tampoco se ha mencionado la forma en que se investigarán e informarán los efectos indeseados. En este caso, el voluntarismo y la ideología complican una correcta evaluación de las políticas públicas.

Es urgente que el Gobierno retome el rumbo en el buen diseño de las políticas públicas. Reconsiderar estos criterios irá en directo beneficio de los estudiantes y la ciudadanía en general.

Ver columna en El Mercurio.


Escrito por Daniel Rodríguez Morales

Director ejecutivo de Acción Educar.