Todo debate sobre políticas públicas debe incluir entre los factores a considerar el presupuesto de la Nación y el impacto que las medidas tienen en el equilibro fiscal. La agenda que trazó y que está llevando adelante el actual gobierno en educación a través de una batería de reformas estructurales en todos los niveles educativos, no parece haber contemplado adecuadamente estos factores, considerando que ha quedado claro que lo que se recaude con la reforma tributaria aprobada con ese fin es insuficiente. Se suma a lo anterior el grave antecedente sobre la baja en la proyección del crecimiento del país, que el mismo gobierno cifró en apenas 2,5% para 2015. Todo en el marco del rechazo ciudadano que las encuestas reflejan respecto a la reforma educacional y las múltiples críticas y reparos de expertos acerca del negativo impacto que podrían generar si se insiste en un mal diseño.
Lo razonable en este escenario es que el Ministerio de Educación decida focalizar los recursos y los esfuerzos en las políticas que resultan prioritarias y que tengan una mayor incidencia en la calidad de la educación, oportunidad que se abre con la designación de una nueva ministra en esta cartera. Existe consenso tanto a nivel ciudadano como entre expertos, que dicha prioridad debiera estar en la implementación de una carrera profesional docente que sea capaz de promover las mejoras necesarias en el aprendizaje de los estudiantes.
El proyecto de ley en trámite sobre desarrollo profesional docente apunta a un objetivo que es adecuado: entregar a todos quienes se dedican a esta labor mejores condiciones laborales y promover que el avance en la carrera docente se base en el buen desempeño de los profesores. Sin embargo, tan importante como un buen objetivo es el diseño de los instrumentos para alcanzar dichas metas. Es allí donde se requiere mejorar sustancialmente esta iniciativa, como por ejemplo, reconociéndole a los equipos directivos de cada colegio la prioridad para evaluar a sus profesores.
Lo más probable es que las mejoras necesarias que requiere el proyecto encarezcan su costo fiscal. Como referencia, incrementar en un 5% el tiempo para preparar clases (horas no lectivas) implica destinar aproximadamente 400 millones de dólares adicionales. El mayor costo que conlleva introducir los perfeccionamientos que hacen falta para aprobar un proyecto de ley que realmente promueva las medidas que se requieren, es un esfuerzo que vale la pena asumir. El impacto de una política que logre atraer y retener a buenos profesores en las salas de clases es indiscutible.
Por el contrario, las reformas anunciadas en educación superior, en particular la instauración de una gratuidad universal, no sólo resulta de un costo fiscal enorme, sino que también ha sido cuestionada por su improvisación en el modo en que el Gobierno ha planteado su implementación. Es robusta la evidencia en cuanto a que una medida de este tipo es regresiva al concentrar el gasto fiscal en quienes tienen más recursos (porque son ellos quienes llegan en mayor medida a la educación superior y quienes estudian carreras más caras), además de necesariamente limitar el crecimiento de la matrícula, ya que a través del presupuesto que el Estado defina entregar a cada institución fijará los cupos para cada programa poniéndole un freno a la expansión de la cobertura. También es una reforma que limita la autonomía en la gestión de cada proyecto institucional generando una homogeneización perjudicial para el sistema. Todo lo anterior se suma a que el impacto en equidad de una política de este tipo queda cuestionado a la luz de lo que se observa en otros países como Argentina, donde a pesar de contar con gratuidad universal hace varios años, no se observa un crecimiento importante en la tasa de matrícula de los alumnos vulnerables, siendo la cobertura del primer quintil en Chile de un 27% mientras que en Argentina es de sólo 20%. Lo anterior sin considerar problemas de otro orden que se aprecian en el vecino país y que se asocian a la política de gratuidad como estar entre los sistemas con mayor deserción del mundo y en donde un 40% de los estudiantes aprueba apenas una asignatura al año.
El desafío de mejorar el acceso a la educación superior de los más vulnerables puede enfrentarse de mejor manera que con la gratuidad universal, perfeccionando el sistema de becas y créditos y desarrollando instrumentos que sean coherentes con la diversidad, autonomía y libertad que caracterizan a nuestro sistema de educación superior y que han permitido su desarrollo.