Por Raúl Figueroa, director ejecutivo de Acción Educar.
Una de las tantas dificultades de tener un debate público polarizado es que la satisfacción de unos da lugar a la desconfianza de otros. En esa línea, la designación de Nicolás Eyzaguirre como ministro de Educación no fue la excepción. Mientras para algunos constituía una oportunidad para reflexionar en torno a la conveniencia de la reforma educacional, buscar consensos e implementarla con precaución, anticipando sus efectos y evitando sus consecuencias negativas; otros consideraron que su formación y desempeño previo como ministro de Hacienda implicarían un obstáculo para llevar adelante los profundos cambios estructurales que propone el programa de gobierno. Las expectativas respecto de cómo el ministro enfrentaría su tarea eran altas, sobre todo respecto de si sería capaz de compatibilizar adecuadamente el compromiso con el programa de gobierno con un diseño de políticas públicas que reconociera los avances de nuestro sistema educacional y permitiera su constante desarrollo.
El envío dentro de los primeros 100 días de gobierno del proyecto de ley que pone fin al lucro, al copago y a la selección en el sistema educacional subvencionado permitió ir despejando las dudas. A sabiendas que esa iniciativa legal sería de diseño complejo y que el riesgo de generar incertidumbre en el sistema educacional era altísimo, primó la necesidad de cumplir un compromiso comunicacional por sobre la prudencia de tomarse más tiempo y proponer medidas coherentes con las necesidades de la educación chilena. Así, el ministro perdió la oportunidad de priorizar aquellos aspectos en los que existe mayor consenso, como la necesidad de atraer y retener a los mejores profesores, y de proponer una agenda que hubiese convocado a todos. Por el contrario, optó por un proyecto mal diseñado, cuyos efectos negativos han sido destacados transversalmente y que, paradójicamente, ha tenido como único efecto concreto la paralización de nuestro sistema educacional.
La semana pasada varios ex ministros de Educación, de la concertación y de la alianza, expusieron ante la comisión de educación del Senado sus críticas al proyecto en trámite, las que se suman a las de académicos, expertos, apoderados y sostenedores. Se ha hecho ver cómo el proyecto atenta contra el objetivo de mayor calidad, inclusión y opciones para las familias y, a estas alturas, es difícil pensar que el ministro Eyzaguirre no está consciente de los efectos perjudiciales del proyecto.
La pregunta que surge entonces es si el ministro se resiste a modificar la reforma porque no quiere o porque no puede hacerlo. Debiésemos descartar que se trate de una cuestión de voluntad, toda vez que una actitud de ese tipo no se condice con las características intelectuales ni con el compromiso con el país que lo caracterizan (aunque el voluntarismo que se ha mostrado con esta reforma nos podría hacer dudar). El apego a los enunciados del programa de gobierno y la exigencia de los sectores más radicales de la Nueva Mayoría de implementarlo al pie de la letra podría ser el obstáculo para abrirse a los cambios que la reforma requiere; si así fuere, es de esperar que se escuchen las voces que, cada vez con más fuerza, hacen ver que la reforma va en una dirección equivocada, tanto respecto de lo que el sistema educacional necesita como de lo que la ciudadanía espera.
La discusión del proyecto de ley en el Senado le da al ministro una nueva oportunidad para corregir el rumbo de la reforma educacional, haciéndose cargo del sentir ciudadano, del clamor por una mejor educación y de la necesidad de compatibilizar las reformas con el respeto a la cultura de libertad, esfuerzo y recompensa al mismo que caracteriza a Chile.