Por Raúl Figueroa, director ejecutivo de Acción Educar.
Hace unos días, el Ejecutivo anunció que debido a restricciones presupuestarias se extenderían los plazos para el cumplimiento de políticas y promesas emblemáticas del programa de gobierno, las cuales ahora estarán sujetas al crecimiento económico del país. Para algunos, este anuncio fue visto como “un giro” en materia de educación o como un acto de autocrítica. Sin embargo, la realidad dista de dicho escenario.
Efectivamente el gobierno realizó un reconocimiento a un aspecto que era ya evidente para gran parte de la población y que fue advertido en reiteradas oportunidades por analistas y expertos: que los recursos no alcanzaban para las reformas propuestas en educación y que la implementación de medidas como la gratuidad universal representan una amenaza al equilibrio fiscal. Con ello también quedó en evidencia la inexistencia de un estudio acabado sobre la factibilidad de las medidas que se impulsan y sobre los costos fiscales que éstas implican. Se reconoce una improvisación que ya no pudo sostenerse más.
Sin embargo, hay que tener claridad respecto que este anuncio del gobierno no implica la necesaria revisión de las reformas educacionales. Tal como lo manifestó la Presidenta Bachelet, lo que se anunció fue un “realismo sin renuncia”, que se traduce, ante las magras proyecciones económicas, en sólo una gradualidad en la implementación de las medidas. Se promete una dilación de políticas públicas, pero no una revisión de éstas, a pesar del amplio rechazo que muchas de ellas han generado, lo que sistemáticamente se aprecia en las encuestas de opinión pública. Esto resulta grave por cuanto una política pública mal diseñada o que no se inspire en un diagnóstico adecuado será siempre una mala política, independiente de si se demora más o menos en concretarse. La gratuidad universal es y seguirá siendo una política regresiva que concentra el gasto fiscal en los jóvenes que tienen una mejor situación socioeconómica en vez de focalizar el beneficio en quienes más lo requieren. Del mismo modo, este sistema de financiamiento necesariamente requiere una fijación de precios por parte del Estado de todas las carreras, lo que generará una homogeneización de la educación y afectará la calidad de las instituciones, especialmente de aquellas que han logrado un mayor desarrollo.
Por desgracia, no se observa en el anuncio del Ejecutivo ninguna señal que haga pensar que se realizará un análisis más profundo de las reformas presentadas, sino que se insiste en establecer políticas inadecuadas. Agrava lo anterior el hecho de que para cumplir con una mayor gradualidad, se lleven adelante medidas parciales que implican discriminaciones arbitrarias que no tienen justificación, como lo es la gratuidad anunciada para el 2016 que excluye al 65% de los alumnos vulnerables, la mayoría de ellos matriculados en instituciones de calidad acreditada.
En este contexto, destaca un aspecto positivo: ciertas voces dentro de la Nueva Mayoría han manifestado públicamente sus dudas respecto de la conveniencia de concretar ciertas promesas que se plantearon en el programa de gobierno, considerando los efectos que un mal diseño pueden causar. Lo anterior es coherente con lo acordado el 2011 por los presidentes de los partidos de la Concertación y el Partido Comunista, en el cual se comprometieron a potenciar un mayor acceso a la educación superior a través de un sistema único de becas y créditos focalizado en los alumnos más vulnerables. Dicho compromiso se condice, a diferencia de la gratuidad universal, con la realidad y con las urgencias que tiene Chile.
El rechazo ciudadano a la reforma educacional anunciada, los efectos negativos que puede generar y las críticas cada vez más amplias sobre su diseño, exigen revisiones profundas en orden a lograr el consensuado anhelo de contar con un sistema de educación superior de calidad, que asegure el acceso a los jóvenes más vulnerables y se consagre como un importante motor de desarrollo para el país. La gradualidad anunciada no cumple con ese propósito.