(Leer columna en el Diario Constitucional)
Uno de los grandes desafíos del proceso constitucional es lograr avanzar en mayor protección de los derechos sociales, de manera de que su consagración en el texto no implique una mera declaración, sino una real y concreta garantía, similar a la de los otros derechos resguardados mediante acciones constitucionales.
Desde hace varios años, las constituciones políticas han dejado de descansar sobre el antiguo modelo social que sólo exigía una abstención en el actuar del Estado para que las libertades de las personas no se vieran afectadas por éste. Esto porque entender los derechos fundamentales sólo de manera negativa, es decir, exigiendo una abstención del actuar del Estado, terminó por llevar la meta del justo equilibrio de intereses a una situación de desequilibrio material importante, transformándose de facto, la libertad formal en el derecho del más fuerte. De ahí que el rol del Estado en equiparar esas condiciones iniciales para hacer posible el ejercicio de las libertades se tornó fundamental.
No obstante, equiparar la protección judicial de derechos fundamentales que exigen prestaciones sociales a aquellos que exigen una mera abstención por parte del Estado, conlleva problemas prácticos importantes como la intervención de los jueces en el diseño de políticas públicas, sin que estos sean responsables del presupuesto fiscal ni políticamente, y la generación de una desigualdad mayor, porque los esfuerzos terminan enfocándose en quienes logran acceder a los tribunales y no en los grupos más desposeídos que pasan desapercibidos.
Considerando lo dicho, resulta relevante rescatar el esfuerzo consciente de la Comisión Experta en avanzar en la protección de los derechos sociales, intentando acotar los riesgos. Sin embargo, dicho esfuerzo no podrá llegar a puerto si no se evita una frase que nos vuelve a introducir en la misma problemática ya expuesta.
Los artículos 25 y 26 establecen la no intromisión de los tribunales en la elaboración de políticas públicas y la posibilidad de recurrir a tribunales cuando las personas, en el legítimo ejercicio de prestaciones sociales, sufran privación, perturbación o amenaza, por causa de actos u omisiones ilegales. A diferencia del resto de las garantías, sólo se establece como supuesto la ilegalidad del acto u omisión, y no la arbitrariedad del mismo, es decir, se requiere, que el acto u omisión constituya una infracción a la ley para que se pueda reclamar ante la Corte de Apelaciones, de la vulneración del derecho social.
Hasta aquí todo perfecto: resulta razonable acotar la acción de protección a actos u omisiones ilegales, y no sólo arbitrarias, ya que la provisión de las prestaciones sociales que derivan de estos derechos debe proceder necesariamente de la ley, y en virtud de la infracción de ésta, efectuarse el reclamo, de modo que el imperio de la ley vuelva a surtir efecto. De este modo, más que limitar la acción de protección, el artículo parece querer recordar al legislador su deber para hacerse cargo mediante políticas públicas de la provisión del derecho pues sin ley, no hay infracción.
Sin embargo, surgen serias dudas sobre si efectivamente se elimina el supuesto de la arbitrariedad, ya que se incluye como causal para proceder con la acción, la “discriminación en el acceso” a las prestaciones. El problema con esto es que la mera consagración de los derechos sociales en la Constitución otorga acceso a las prestaciones, pero si no hay ley que las regule para vincularlas a la actividad del Estado, el sistema se queda sin eje, peligrando el éxito de los derechos garantizados. Volvemos así al problema inicial de cómo proteger sin judicializar.
Una alternativa sería que por aplicación del artículo 25, si la Corte acogiera un recurso por acto u omisión causante de una discriminación en el acceso, su decisión no pudiera conllevar definiciones o diseños de políticas públicas. Sin embargo, en la práctica, la distinción no resulta tan fácil. Piénsese en el siguiente caso: niña no puede estudiar porque la escuela más cercana para su edad queda a gran distancia, no pudiendo su familia costear el transporte para llegar hasta allá.
No hay ilegalidad en el acto, pero si discriminación porque la escuela más cercana, queda a una distancia que le impide poder asistir por imposibilidad de pagar el transporte público hasta allá. La pregunta que debe resolver el texto constitucional es quién está llamado a resolver, por ejemplo, el problema del transporte público para todos aquellos cuyo derecho a la educación peligra por causa del lugar donde viven y de su situación económica.
Lo más deseable es que sea el legislador quien cree una política pública con el objeto de hacerse cargo del problema, de manera que su alcance sea general y teniendo a la vista el presupuesto fiscal; y no el juez cuya decisión sólo tendrá efecto para el recurrente, sin considerar además los recursos del erario fiscal.
Algunos autores han expuesto que para evitar que los tribunales generen políticas públicas, debería existir un control débil – fuerte por parte de estos. Esto implicaría que, de ejercerse una acción constitucional por vulneración de un derecho, no existiendo ley que regule el asunto, el rol del tribunal sería hacer cumplir las políticas ya existentes e identificar los puntos de inercia como guía para los legisladores. Esta parece una buena alternativa de mantenerse la “no discriminación” como supuesto para ejercer la acción sin ley que haga posible la ilegalidad del acto u omisión. Otra es, simplemente mantener la necesaria ilegalidad del acto en el caso de los derechos sociales, sin dar pie para supuestos de arbitrariedad sin texto legal que los justifique. En cualquier caso, se echa de menos una presión al legislador para hacerse cargo del problema final.
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