Columna en El Dínamo: Educación para el futuro ciudadano

Por Francisca Figueroa, investigadora de Acción Educar.

El inicio de la discusión sobre los derechos fundamentales en la Convención ha permitido entrar en el debate sobre el objeto de la educación. Así, algunos acusan a la Constitución del 80 de plantear un propósito meramente individualista al referir que el objeto de la educación es el desarrollo de la persona en todas sus facultades, no apelando a su sentido social como es la formación del ciudadano en aras del bien común.

Las dos visiones son un aporte para concebir la educación, siendo tarea de la nueva Constitución hacerlas compatibles. Por un lado, la educación conlleva bienes individuales como son la transferencia del acervo familiar y cultural, así como la entrega de conocimientos y formación que permitan a la persona desarrollarse en todas sus facultades. Por otro lado, es innegable que la educación trae progreso, junto a la viva experiencia de comprendernos como sociedad y formarnos en la tolerancia y el respeto del que piensa distinto.

Ambas dimensiones deben compatibilizarse teniendo presente que el sujeto del derecho en cuestión es la persona, y como tal responde a valores y convicciones inseparables de su ser. Existe un riesgo, más latente de lo que se cree, de hacer de la formación del ciudadano en determinados valores un objetivo en sí mismo del Estado, olvidando que el sujeto que se educa es libre, y como tal tiene una visión del mundo y un proyecto de vida que debe ser respetado. Es el Estado el que debe esforzarse para que las personas puedan realizarse, y no las personas replegarse a los planes del Estado.

En miras de este objetivo, cobra fundamental importancia el derecho preferente de los padres. A diferencia de lo que algunos han tratado de hacernos creer en forma errónea, este derecho no equivale a ser “propietario” del hijo. La relevancia de este derecho humano, reconocido por los tratados internacionales suscritos en la materia, apunta a que cuando la persona por la edad o madurez que tiene no puede tomar sus propias decisiones, el primero llamado a suplir dicha voluntad son sus padres, y no un tercero como podría ser el Estado.

Un Estado comprometido con el pluralismo es respetuoso de las concepciones de vida que tengan sus ciudadanos (asumiendo que dichas visiones son respetuosas de los derechos fundamentales de los demás y de la democracia como forma de gobierno). No obstante, en la educación es innegable la transmisión de valores, por eso cobran especial importancia las convicciones de los padres frente a éstos. Cuando el Estado se califica de neutro, esa neutralidad no es un valor en sí mismo que todos los ciudadanos deban adscribir, sino una forma de respetar las creencias valóricas de los demás. Por esto, no todo proyecto educacional que salga del Estado será compartido por todos, de ahí la necesidad de permitir y financiar la posibilidad de elegir algo diverso, y no que sólo quienes tienen los recursos puedan hacerlo.

Ello no obsta la urgente necesidad de contar con un proyecto estatal de calidad que sea una real alternativa educacional para las familias, de manera que quienes no la elijan sea porque prefieren un proyecto diverso, y no porque no cumple los estándares de calidad.

Pero cuidado con creer que todo lo que emana del Estado es de por sí neutro. La idea que ronda a parte importante de la Convención sobre hacer de la educación de los niños la vía de formación del futuro ciudadano, parece olvidar que el derecho a la educación incluye la elección de los valores que se transmiten según las propias convicciones, y -aunque moleste-  las de los padres, con preferencia a las del Estado.

Leer columna en El Dínamo.