La conclusión es que, para avanzar en calidad, los países deben atraer a los mejores docentes, perfeccionar la instrucción y hacer que ésta llegue a todos los niños del país. El Estatuto Docente impide las tres cosas.
Desde la “Revolución pingüina” (2006) la educación pública está en la palestra del debate nacional y con cada nuevo gobierno una serie de reformas promete “esta vez” sí dar en el clavo para lograr la tan anhelada calidad. Sabiendo que muchas de ellas han ido en la dirección correcta, es muy posible que los resultados esperados no se produzcan, y no sólo porque haya otras tantas que van en sentido contrario, sino porque no se pone fin a la principal causa de la mala educación pública en Chile: el Estatuto Docente.
Existe evidencia suficiente y disponible hace varios años, de que el éxito de los mejores sistemas educativos del mundo se debe a la buena calidad de los profesores (McKinsey, 2007; OCDE, 2013). La conclusión es que, para avanzar en calidad, los países deben atraer a los mejores docentes, perfeccionar la instrucción y hacer que ésta llegue a todos los niños del país. El Estatuto Docente impide las tres cosas.
En primer lugar, porque se carece de incentivos monetarios para atraer a los buenos alumnos a la profesión docente. La remuneración establecida no se vincula al desempeño, es decir, tanto profesores efectivos como inefectivos reciben el mismo pago, afectando con ello el aprendizaje de miles de niños (Beyer y Araneda, 2009). Por otro lado, los directores no son autónomos para retener o despedir a quien corresponda. En lugar de ser verdaderos líderes educativos, se limitan a administrar un establecimiento con recursos y personal elegido por otro. Los buenos profesores terminan fuera del sistema público porque su efectividad es mejor valorada fuera de él.
En segundo lugar, porque la estandarización del Sistema de Desarrollo Profesional Docente plantea una capacitación fuera de las aulas. Mejorar la instrucción requiere que los docentes sean capaces de comprender cómo aplicar el conocimiento teórico en la sala de clases. A esto se suma la desmotivación por ejercer la profesión porque están impedidos de tomar decisiones que efectivamente pueden impactar en el aprendizaje de sus alumnos, asumiendo el Estado un rol centralizado al respecto. La desconfianza legislativa hacia la autonomía de las comunidades educativas, año a año vuelve a los docentes más burócratas y menos profesores.
Por último, porque las limitaciones que impone el Estatuto Docente a los establecimientos del Estado, los deja en una posición muy desventajosa respecto de los establecimientos pagados o subvencionados. La inmovilidad de los profesores – que además se pretendió constitucionalizar en la propuesta rechazada de la Convención – sólo tiene por objeto complacer los intereses políticos de un gremio que no cuenta con las capacidades necesarias para que los niños aprendan. La presión constante por suspender el SIMCE y la Evaluación Docente es una prueba de ello: “ojos que no ven, corazón que no siente”.
Mejorar la calidad de la educación pública exige partir por valorar el rol que un buen profesor cumple en ella, pero el Estatuto, en vez de fortalecer el estatus docente, es la gran causa de la minusvaloración de éste.