Por Francisca Figueroa, investigadora de Acción Educar.
Salvo “el abierto atentado contra la libertad de cátedra” que expresó la Universidad de Chile ante el requerimiento de dos diputados que solicitaron información por cuestiones de género, es poco lo que se ha debatido en torno a este derecho. La razón puede ser el amplio consenso que genera su protección; sin embargo, no hay que confiarse porque, aunque sea incluido en el catálogo de derechos fundamentales de la futura Constitución, en la práctica podría quedar inoperante.
En estricto rigor, la libertad de cátedra es aquel derecho de que disponen los académicos para investigar, enseñar y publicar sobre cualquier tema que consideren de interés profesional, no mediando riesgo ni amenaza de sanción alguna, salvo aquellas que deriven del incumplimiento de la ética profesional. A pesar de ser fundamental para la autonomía universitaria, la libertad de cátedra fue introducida en nuestro país por primera vez en forma expresa con la reforma constitucional de 1971 a instancias de la Democracia Cristiana. Obviamente eso no significa que antes no la hubiere; más bien implica que dada la contingencia social y política de ese entonces, convenía resguardar un derecho en posible peligro. La Constitución del 80 – erróneamente a nuestro juicio- optó por un texto más breve en torno a la libertad de enseñanza y no incorporó la libertad de cátedra explícitamente.
Si bien es en sí misma un derecho fundamental, se sustenta y relaciona con otras dos libertades, ambas en firme y abierto cuestionamiento por la Convención Constitucional: las libertades de expresión y enseñanza. De ahí que, a pesar de la compartida intención de querer resguardarla -como el propio Colegio de Profesores señala en su propuesta- si no se enmienda el rumbo en torno a la protección de los derechos que la sostienen, dicha garantía será letra muerta.
La libertad de expresión ha quedado reducida -valga la redundancia- a su más mínima expresión luego de la aprobación del reglamento de ética que incluye sancionar las acciones u omisiones de los convencionales que justifiquen, nieguen o minimicen las violaciones a los derechos humanos ocurridas entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1990, así como las ocurridas en el contexto del estallido social de octubre de 2019 y con posterioridad a éste, y la sufridas por los pueblos originarios y tribal afrodescendiente a través de la historia, durante la colonización europea y a partir de la constitución del Estado de Chile.
La libertad de enseñanza, por su parte, fue rechazada en dos oportunidades para ser incluida en el temario del catálogo de derechos mínimo que la comisión debe revisar, a pesar de estar reconocida en nuestro país desde 1874 y formar parte de los tratados internacionales de derechos humanos suscritos por Chile.
La libertad de cátedra, no obstante ser un derecho propio del académico, influye necesariamente en la esfera objetiva de la investigación científica y el desarrollo que ésta conlleva, así como -al igual que la libertad de expresión y de enseñanza- en la promoción de una sociedad tolerante y diversa, que lejos de castigar al que piensa y opina distinto, promueve que sean los propios estudiantes los que decidan a qué opinión, doctrina o pensamiento adherir, así como a la posibilidad de no hacerlo respecto a ninguna.
Por esto, preocupan y a la vez extrañan las señales que ha dado la Convención en torno al tema, sobre todo considerando que buena parte de los convencionales son profesores universitarios. Es de esperar que, durante el período de audiencias ya iniciado, las universidades exijan resguardar tanto su autonomía como institución en la búsqueda del saber, así como la de los catedráticos que en ellas se desempeñan.