Columna en El Dínamo: La libertad de enseñanza condenada a muerte

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Mal comprendida fue la libertad de enseñanza, en gran parte debido a la Constitución del 80. La norma que debía dar cuenta del camino recorrido hasta su proclamación como carta de triunfo fue en exceso pragmática, olvidando los fundamentos históricos y filosóficos que la sostenían, encasillándola en una libertad para abrir, organizar y mantener establecimientos educacionales.

La libertad de enseñanza fue proclamada como derecho en nuestro país mediante la reforma constitucional de 1874, poniéndose fin a un conflicto entre conservadores y liberales sobre la posibilidad de las familias de elegir proyectos educativos conforme a sus convicciones.

La nueva Constitución tenía una gran oportunidad de relevar la libertad de enseñanza al lugar que le correspondía, pero en su lugar prefirió condenarla a muerte. Se la culpó de ser la gran segregadora de la educación en Chile, y no contentos con los resultados posteriores a ley de inclusión del 2015, la acusaron de ser la causa de la mala calidad de la educación pública. Curioso. No la mala implementación de políticas públicas, no la falta de atribuciones legales de los directores para gestionar, no la falta de incentivos para asistir a la educación parvularia, no el egoísmo político enfocado en hacer caer al opositor en vez de levantar la educación, no los innumerables paros organizados por el Colegio de Profesores. No, para la izquierda radical nada de eso era la causa; el gran culpable seguía siendo un derecho humano consagrado en todos los tratados internacionales de DD.HH. ratificados por Chile. El problema sería justificar su eliminación.

En efecto, algunos convencionales – menos radicales o más escrupulosos –pero fuertemente presionados por la izquierda dura que exigía terminar con la posibilidad de que existan proyectos educativos diversos del estatal, eran conscientes de que la libertad de enseñanza no puede sólo desaparecer.

El quid del asunto era ¿cómo lograr consagrar estos derechos, de manera de dar cumplimiento a los tratados mencionados, sin que efectivamente existan y complacer así a esa izquierda cuyos votos necesitaban? Así, junto con rechazar todas las iniciativas populares de norma que contenían la libertad de enseñanza y el derecho preferente de los padres (alrededor de 100.000 apoyos ciudadanos tirados a la basura), tenían que buscar la forma de declarar estos derechos, pero a su vez vaciarlos de contenido.

La fórmula no fue fácil, pero prontamente advirtieron que, si la libertad de enseñanza se limitaba a la fundación y gestión de establecimientos, estos mismos podrían ponerse al servicio de la educación estatal. Pero ¿cómo hacerlo? ¿No era la propia constitución del 80 la que circunscribía la libertad de enseñanza a los establecimientos? Sí, pero con pocos límites. La clave ahora sería establecer requisitos bajo las nomenclaturas de fines y principios; y para evitar comprensiones erróneas y libertad en la aplicación de ellos, conceptos como “justicia social”, “respeto de los derechos de la naturaleza”, “interculturalidad”, “enfoque de género”, junto a varios más, serían materializados por la ley.

La exitosa fórmula de fines y principios serviría también para condicionar el cumplimiento de la calidad, el acceso a financiamiento estatal, y circunscribir la libertad de cátedra al cumplimiento de ellos.

Así, también, el derecho preferente de los padres dejaba de ser un problema: bastaba con declarar el derecho de estos a elegir el tipo de educación de las personas a su cargo. Como no habrá proyectos diversos, pues todos estarían bajo el régimen común que establecerá la ley, tendrán que elegir entre lo que hay, es decir, lo estatal, ya sea administrado por el Estado o por particulares al servicio de este.

Sintiéndose culpables por el engaño, algunos convencionales de izquierda osaron mediante indicación amistosa, establecer la libertad para fundar y gestionar “proyectos” en lugar de “establecimientos”, pero rápidamente los mandaron a callar: “esto ya fue parte del debate”, señalaron; uno en el que los ciudadanos de a pie no estuvimos ni pudimos ver, porque el diálogo nunca formó parte de las sesiones.

Así se sentenció a muerte la libertad de enseñanza. Sólo nos queda esperar la ratificación de la condena en el pleno.

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