Mucho se ha dicho acerca de que la nueva Constitución, a pesar de las declaraciones hechas en los encabezados, no garantiza realmente la libertad de enseñanza; sin embargo, poco se ha hablado acerca del derecho a la educación. ¿Es la norma propuesta la solución a los problemas de la educación? Al menos pueden vislumbrarse dos problemas graves de la educación que no formaron parte del diagnóstico ni de la solución que propone el texto. Esto porque, por un lado, los esfuerzos no se dirigen al nivel educativo que efectivamente permite salir del círculo de la pobreza y, por otro, quienes deben liderar los cambios del sistema educativo están ausentes del texto constitucional.
Con respecto al primer punto, existe consenso en que, para disminuir las brechas en educación, debemos enfocar los esfuerzos en la educación de los primeros años de vida. Con tal objeto, el año 2013 se llevó a cabo una reforma constitucional consagrando la obligatoriedad de la educación desde el segundo nivel de transición. Desgraciadamente, la falta de voluntad política impidió tener una legislación que hiciera efectivo lo establecido.
Considerando nuestra realidad nacional, el acceso universal sin obligatoriedad es insuficiente, pues para que los padres comprendan lo importante que es la educación inicial en el desarrollo cognitivo, emocional y social de los niños, debe haber un cambio cultural que la Constitución y legislación pudo fomentar. Sin embargo, desconociéndose toda la evidencia al respecto, la obligatoriedad de kínder desapareció del texto constitucional.
Se optó en cambio, por escuchar al que grita más fuerte, y favorecer la gratuidad de la educación superior, entregando valiosos y escasos recursos a quienes podrán acceder a un buen trabajo luego de finalizar sus estudios, dejando a miles de jóvenes que, por no haber accedido a la educación inicial, carecerán de futuras oportunidades, viendo disminuidas más aun sus posibilidades de desarrollo profesional en la adultez.
En cuanto a quienes debían liderar los cambios en educación, una vez más se elige ignorar a los directores como los sujetos determinantes para implementar las mejoras de las escuelas. En efecto, esta era la oportunidad de reconocer de una vez, que uno de los grandes problemas de nuestra educación, sobre todo de la pública, es el exceso de carga burocrática y la falta de atribuciones de los directores para liderar los establecimientos educacionales en que se desempeñan.
Así estos, en lugar de orientarse a concretar los objetivos y expectativas del proyecto educativo, establecer la asignación estratégica de los recursos, dedicarse a la formación y aprendizaje de los docentes, fomentar y liderar las relaciones entre la comunidad y la escuela, y – hoy en forma aún más importante – asegurar el establecimiento como un entorno ordenado y seguro; dedican la mayor parte del tiempo a labores administrativas creadas por leyes que dificultan su verdadera misión.
La propuesta constitucional no sólo desconoce esta realidad, sino que la dificulta impidiéndole a los directores formar sus equipos educativos al imponer la inamovilidad de todos los profesores, sin importar su desempeño, y al establecer como vinculantes las decisiones de la comunidad educativa, pasando por encima de la experiencia pedagógica y de gestión que estos tienen.
El texto propuesto además de desconocer lo señalado cree que, declarando una serie de principios y fines bien intencionados – pero muchos ajenos al objeto mismo de la educación -, y sujetando todo el sistema educacional a las mismas reglas mejorará la educación pública, cuando todo indica que los verdaderos factores de la mala calidad no fueron considerados en el diagnóstico ni incorporados en la solución. Súmese a lo anterior, el que el Estado deba absorber la matrícula de los colegios particulares subvencionados que, luego de leer el texto, no sabemos en qué lugar quedan.