Por Pablo Arias, investigador de Acción Educar.
La sobrecarga académica ha sido uno de los principales temas de discusión durante este primer semestre. A la protesta comenzada por un grupo de estudiantes de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Chile, se sumó el llamado de la Confech para realizar paros reflexivos. Además, hace algunos días se dieron a conocer los resultados de la primera Encuesta Nacional de Salud Mental Universitaria que muestran que un 44% de los encuestados ha recibido algún tipo de tratamiento psicológico como consecuencia de la sobrecarga académica y, por su parte, el Consejo de Rectores reveló que 14,3% de sus alumnos dedica más de 20 horas de estudio fuera del horario de clases. Pero, ¿cómo enfrentarlo?
A modo de contexto, la expansión de la educación superior ha permitido positivamente el ingreso de grupos de menor nivel socioeconómico. Sin embargo, el sistema no se ha hecho cargo de manera adecuada del perfil de estos nuevos estudiantes, quienes tendrían menores habilidades y competencias para mantenerse en las instituciones (IES) producto de procesos escolares deficitarios. En consecuencia, una menor preparación para enfrentar esta nueva etapa podría llevarlos a tener mayores probabilidades de presentar problemas de salud mental y/o deserción académica. Y si bien, la solución por parte de las IES pasa por generar mecanismos de acompañamiento como las prestaciones de salud mental, un estudio demostró que quienes frecuentan estos servicios son en su mayoría mujeres de niveles socioeconómicos medios y altos (Micin & Bagladi, 2011).
Además, las prestaciones de salud mental en los planteles cuentan con una baja cantidad de profesionales -psicólogos y psiquiatras-, lo que se traduce en dificultades para conseguir horas de atención; baja cantidad de sesiones (extensión de la intervención dura en promedio dos meses); dificultades para hacer derivaciones a centros de salud (consultorio y/o hospitales) para continuar tratamiento; entre otras.
Es necesario que las instituciones se hagan cargo de estos problemas, fortaleciendo los programas de apoyo psicológico y psiquiátrico, contando con un mayor número de profesionales y diversidad de prestaciones: a nivel individual, grupal, talleres de hábitos de estudios, habilidades sociales, etc. Al mismo tiempo, debe existir una coordinación con los servicios de salud local. En ese sentido, deberían encaminarse a seguir ejemplos como los de Estados Unidos e Inglaterra, los cuales cuentan con un nutrido programa de actividades y profesionales dedicados al área de salud mental, caracterizándose por un trabajo de acompañamiento y gestión en red como derivaciones a otros servicios de salud.
Por otro lado, es posible buscar soluciones mediante modificaciones al sistema curricular, garantizando una mejor articulación entre las competencias y contenidos que exige cada ramo. Una forma es armonizar el currículo, específicamente en lo que refiere a la valoración igualitaria de cada una de las asignaturas, e incluyendo elementos asociados al bienestar estudiantil, sin que ello implique disminuir los niveles de rigurosidad académica de las carreras o planteles educativos.
Con todo, se debe tener en cuenta que las dificultades que puedan afectar las trayectorias académicas -como problemas psicológicos, repitencia, deserción, entre otros- deben ser comprendidas como conflictos de responsabilidad compartida entre los estudiantes y la institución de educación superior. Si bien la presión a la que se ve expuesta el alumno no es de exclusiva responsabilidad de él, tampoco puede atribuirse a los planteles la causa de los malestares psicológicos que este sufre.
Hoy por hoy no se pueden dejar de lado las necesidades de los alumnos en el ámbito de salud mental, sobre todo de aquellos más desaventajados tanto en términos económicos como académicos. Precisamente porque son ellos quienes están más invisibilizados en el sistema.