Escrita por Simón Pinto y Manuel Villaseca, investigadores de Acción Educar
A solicitud de algunos parlamentarios, esta semana la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados tuvo una sesión especial para abordar los hechos de violencia y problemas de convivencia escolar en los colegios, asunto que marcó el año escolar que recién termina. Probablemente el próximo año la situación no será diferente, las imágenes se volverán a repetir y escucharemos nuevamente un interminable ciclo de discusiones, llenas de lugares comunes, que lamentablemente no llegarán más que a propuestas sobre infraestructura.
Esta violencia sucede en dos focos que se han mantenido en altos niveles durante este año. El primero es el maltrato entre estudiantes y desde ellos hacia los docentes, que se informa por medio de las denuncias a la Superintendencia de Educación. Se trata de eventos de agresión ocurridos al interior de las aulas, es decir, en un contexto propiamente educativo. El segundo foco, que acapara más cobertura mediática, es aquél que se da entre el colegio y la calle, que involucra frecuentemente a adultos ajenos a la escuela y que consiste en un enfrentamiento con las fuerzas de seguridad pública. Esto ocurre casi exclusivamente en los llamados “liceos emblemáticos” ―hoy “históricos”, según las palabras del Ministro de Educación en la sesión especial―.
Se podría establecer cierto vínculo entre ambos focos de la violencia escolar ―la exposición a la violencia en el establecimiento puede generar mayor disposición al vandalismo y a la agresión―, pero resulta evidente que se trata de problemas distintos. La violencia ocurrida en un contexto educativo es parte de las situaciones que docentes y directivos deben mediar como figuras de autoridad, buscando gestionar la rabia y/o la frustración que generalmente la desencadena. Por otro lado, la violencia ejercida con vandalismo e instrumentos criminales, como bombas molotov, es un asunto que debe ser tratado, mayormente, por el organismo encargado de la seguridad pública. Empero, el hecho de que ocurra específica y frecuentemente en los alrededores de ciertos liceos no es trivial y, por lo tanto, obliga a los directivos y docentes de estas instituciones a involucrarse en su solución.
Existe cierto acuerdo de la literatura en que los problemas de violencia en el contexto educativo deben ser enfrentados con estrategias de corto y largo plazo que involucren a actores relevantes de la comunidad educativa. En la enseñanza básica, por ejemplo, se recomiendan reforzamientos curriculares en mediación de conflictos e intervenciones a padres y apoderados (Banco Mundial, 2021). A nuestro parecer, dichas medidas pueden también aprovecharse para reforzar las figuras de autoridad y mediación en la escuela: profesores y directivos.
Las situaciones de violencia que ocurren a la salida de los establecimientos no parecen ser un objetivo de este tipo de medidas. No se trata sólo de que no ocurren en un contexto pedagógico, sino también de que parecen tener catalizadores ajenos a la escuela. Por ejemplo, involucran frecuentemente a adultos ajenos al establecimiento[1]. No tienen petitorios claros y sus centros de alumnos se han distanciado de las acciones violentas que realizan[2]. Con todo, el periódico enfrentamiento entre individuos de blanco y las fuerzas de seguridad pública parece obedecer a causas políticas y no pedagógicas.
Lo preocupante de este problema de seguridad pública, que se suma a la crisis existente en la materia, es el efecto de largo plazo que aún no ha sido tocado en la discusión pública. La exposición a la violencia que sufren los estudiantes de estas escuelas marcará de forma indeleble y negativa su formación cívica, pudiendo aumentar la prevalencia de problemas con la ley y disminuyendo las probabilidades de que futuros conflictos sean resueltos y/o gestionados a través del diálogo y de forma pacífica. En otras palabras, la violencia que experimentan a diario los estudiantes de los liceos emblemáticos podría traducirse en que su propia vida, a futuro, pierda su sentido cívico. Tal vez la escuela que ellos y ellas recuerden en una década no esté identificada con docentes y amigos, sino con una violencia organizada y destructiva, que no deja espacio para el aprendizaje, la formación de vínculos y el desarrollo del espíritu.
Resulta inquietante que consecuencias así no sean de cuidado para las autoridades, que han permanecido prácticamente imperturbables en este asunto. De hecho, incluso la aplicación de la ley vigente ha sido motivo de especulación y conflicto. Asegurar un espacio libre de violencia para que niños, niñas y adolescentes crezcan y se eduquen no debería ser un motivo de disenso, sino una urgencia y razón suficiente para un acuerdo político amplio. Lamentablemente, algunos sectores políticos insisten en situar la violencia en un lugar de legitimidad política, como una expresión de protesta social que no debe ser criminalizada.
El objetivo hoy, relativo a los hechos de violencia en los liceos emblemáticos, debe ser perseguir que la escuela y sus alrededores sean lugares seguros, libres de agresión y enfrentamiento. Se debe reivindicar la figura de los directores y castigar, sin excesos, la acción violenta. Para esto, primero, debe existir un acuerdo político, que reconozca que la violencia es puramente antidemocrática y no tiene lugar en la protesta política. Empero, no se trata sólo de palabras: debe aplicarse la ley vigente y asegurarse una base mínima para la convivencia social. Ello es una condición, no suficiente, pero necesaria para que las escuelas vuelvan a su sentido formativo original.