Por Daniel Rodríguez, director ejecutivo de Acción Educar.
Las discusiones derivadas de la agenda del gobierno en educación, en particular del proyecto de ley Admisión Justa, han permitido que resurjan temas tan prioritarios como ignorados. Se ha dicho que preguntarse sobre la necesidad de liceos públicos selectivos no sería necesario si toda la educación pública fuera de calidad. Con ese silogismo no se avanza mucho, pero permite poner el foco sobre la urgencia que tiene este tema.
Resulta muy difícil conceptualizar una definición de calidad de la educación. Por ejemplo, la larga tradición de investigación sobre escuelas efectivas ha sido certera en identificar los factores que se relacionan con el mejoramiento de los logros de aprendizaje, pero no se ha podido construir una teoría de por qué esto ocurre. Esta parece ser una discusión propia de la filosofía. Por eso, desde la política pública, la preocupación debe ser crear las condiciones para que la calidad ocurra en el espacio específico que es la educación pública. Y en ello se puede seguir avanzando.
Lo primero es reactivar con fuerza el Sistema de Aseguramiento de la Calidad con el que cuenta el Ministerio de Educación. No se requieren ni leyes ni una miríada de pequeños programas. La Agencia de Calidad ha determinado mediante un método sofisticado y confiable cuáles son los establecimientos que más apoyo necesitan, y en su mayoría son públicos. El Mineduc debe, de una vez por todas, diseñar un plan de apoyo sólido e integral que en la práctica transforme estos establecimientos. Deben hacerse consultas y trabajar con la comunidad, pero ello no puede atrasar ni un minuto una intervención determinada a asegurar que los niños en esas escuelas aprendan. No hay amenaza a la libertad de enseñanza ni a la autonomía de los colegios, pues estos sostenedores demostraron que son incapaces de proveer estándares mínimos de aprendizaje, y la intervención certera del Estado es totalmente justificable para asegurar el derecho a la educación de esos estudiantes. Y hay que partir por los más vulnerables.
¿Qué provee de “contenido” una educación pública de calidad? ¿Qué aprendizajes deben priorizarse? ¿Cuáles debe ser sus objetivos? De nuevo, no hay que inventar nada. La clave es la alineación irrestricta de formación docente, material didáctico (textos escolares) y liderazgo pedagógico con el Currículum Nacional. Las Bases Curriculares definen los aprendizajes a los cuales tienen derecho todos los estudiantes del país. Ese es el referente pedagógico, elaborado por el Estado, que debe guiar la búsqueda de calidad de la educación pública. Nadie prende una lámpara para meterla en un cajón: el currículum está ahí para ordenar la agenda propiamente educativa del Ministerio de Educación y de los Servicios Locales, los nuevos sostenedores de la educación pública. El logro equitativo de los conocimientos, habilidades y actitudes del currículum nacional debiera ser la meta mínima de calidad de la educación pública.
Pero la calidad de la educación pública no se logrará solo mediante la intervención del Estado. Se requiere la participación activa y el involucramiento de las familias y las comunidades con sus escuelas. Para ello se necesita que ésta tenga su propia identidad, su propio discurso que la identifique y la haga preferida por las familias, no como última instancia, sino como una alternativa viable y confiable a la cual todos queremos contribuir. Aunque algunos rasguen vestiduras, hay que entrar por la vista: se requiere fuerte inversión en infraestructura. Pero debemos comprender esa inversión no como comprar fierros, sino dignidad. En segundo lugar, cada establecimiento debe trabajar su propio proyecto educativo, diferenciándose y buscando coordinar su mirada con los principios de inclusión, mérito, rigor y excelencia. No se puede entender la educación pública sino como el espacio privilegiado del mérito, un recinto de ciudadanos que concurren con sus talentos y su voluntad de aprender a un espacio común de encuentro. Algunos quieren, a punta de prohibiciones, forzar una igualdad a todo evento, deslegitimando toda diferencia y de esa manera, creando una educación pública homogénea, gris, desconfiada de lo que cada estudiante trae a su comunidad desde su hogar. Pero la diversidad de la sociedad simplemente no se puede prohibir; la educación pública debiera ser el espacio donde esta florezca.
Una última palabra para quienes deben liderar esto. No son las autoridades, sino los directores y equipos directivos de los establecimientos públicos quienes deben llevar a cabo esta agenda. El programa Todos al Aula avanza consistentemente en liberarlos de la carga administrativa que les impide concentrarse en lo educativo. Se requiere asimismo formarlos apropiadamente, definiendo con claridad cuáles son las competencias y habilidades que requieren para ejercer dicha función. Deben ser potenciados como actores en sí mismos –hoy nuestro sistema los trata igual que a los profesores, lo que es solo reflejo de un interés gremial, no solo porque ejercen labores distintas, sino porque requieren una visión autónoma de los problemas que aquejan a sus establecimientos. Por ello, debemos dotarlos de mayores competencias, atribuciones exclusivas que les permitan ejercer su liderazgo, formar sus equipos y disponer de su planta docente, y administrar autónomamente parte de su presupuesto. Solo dándoles ese espacio, atraeremos el capital humano de alta calidad que se requiere. Los directores deben ser la cara de la nueva educación pública.