Por Raúl Figueroa, director ejecutivo de Acción Educar.
La semana pasada, el Ministerio de Educación dio a conocer a parlamentarios de la Nueva Mayoría los cambios que pretende incorporar al proyecto de ley sobre educación superior, con la esperanza de aunar las esquivas voluntades del conglomerado en esta materia. Recordemos que la iniciativa ingresó a la Cámara de Diputados en julio del año pasado y, a la fecha, ni siquiera se ha aprobado en general, quedando en evidencia la falta de acuerdo entre los propios parlamentarios de Gobierno.
A la luz de los pocos antecedentes que se han dado a conocer, todo apunta a que es difícil que el ansiado consenso se produzca. Lo primero que llama la atención es la majadera insistencia en la gratuidad universal, a pesar de las transversales críticas que ha recibido y los efectos negativos que su diseño implica. En régimen, el esfuerzo fiscal de esta política significa gastar prácticamente el doble en el 20 % más rico de la población que en el 20% más vulnerable. Además, la fijación de aranceles que la gratuidad universal exige conlleva un importante déficit para las instituciones de educación superior, lo que se agrava al considerar que el financiamiento de la docencia de pregrado pasa a depender absolutamente de las posibilidades financieras del Fisco. Así, la diversidad del sistema y las posibilidades de desarrollo futuro del mismo se ven muy limitadas. Lo curioso es que se insiste en este modelo, a sabiendas que existen otros mecanismos que permiten cumplir de mejor forma con el objetivo de asegurar que la falta de recursos no será una barrera para que los jóvenes puedan estudiar, como una combinación adecuada de becas y créditos subsidiados.
En cuanto a los cambios que se proponen al proyecto de ley, salvo contadas excepciones en materia de aseguramiento de la calidad, queda la impresión que si lo que se busca es facilitar la discusión, ésta se va a complejizar. Por ejemplo, se propone la eliminación de todo el capítulo destinado a los principios que sustentan el sistema de educación superior, lo que al tenor de los cambios estructurales que se proponen es preocupante. Si antes la discusión sobre este punto radicaba en que el texto del proyecto no era coherente con la autonomía y diversidad que decía promover, ahora se opta por eliminar la mención a esos principios, echando mano al viejo chiste del sofá de don Otto.
En materia de institucionalidad, tomando en cuenta que las atribuciones de la nueva subsecretaría que se proponía recibieron fuertes críticas por lo excesivo de las mismas, ahora se propone eliminar dicha subsecretaría y potenciar la actual División de Educación Superior. El punto es que la discusión no dice relación con la subsecretaría propiamente tal, sino con la intromisión del Estado en las decisiones que corresponden exclusivamente a las universidades, como fijar vacantes y el valor de los aranceles. Mantener esas atribuciones, ahora en una división del Ministerio, no resuelve el problema.
En cuanto al financiamiento, se demuestra que las presiones sirven y se opta por modificar uno de los pocos aspectos interesantes que el proyecto de ley tenía, que dice relación con movernos desde una asignación histórica de recursos públicos a otra de carácter competitivo, considerando el aporte de las instituciones. Las universidades del CRUCh mantendrán sus beneficios y las privadas quedarán una vez más fuera, desconociendo el aporte que realizan y desaprovechando su potencial para el desarrollo del país.
Por último, se busca dar a las universidades del Estado un trato diferenciado que, en la práctica es muy similar a lo que hoy ya existe. Hay que reconocer, sí, que en este punto el Ejecutivo no cedió a la presión de ciertos grupos y dejó fuera a los estudiantes del gobierno universitario. Será interesante conocer la opinión de los rectores de estas instituciones sobre este punto.
El detalle de los cambios aún no se conoce, pero todo apunta a que este año no será muy distinto a los anteriores y seguirá marcado por el desconcierto respecto del rumbo que esta reforma tomará, agregando más incertidumbre a un sistema educacional que lo único que necesita es confianza para poder seguir desarrollándose.