Por Francisca Figueroa, investigadora de Acción Educar.
Desde hace varios años ya, un grupo de académicos y políticos ha intentado hacer creer que la libertad de enseñanza es la causa de la mala calidad en la educación pública, de las malas prácticas de los sostenedores, del lucro y de la discriminación en los establecimientos educacionales.
La Ley de Inclusión tuvo a su cargo regular varios aspectos -unos con más éxito que otros- para que el derecho a la educación de los niños fuera siempre resguardado en situaciones que antes quedaban al arbitrio del establecimiento. Sin embargo, se sigue escuchando, y ahora en la Convención Constituyente, que la libertad de enseñanza sigue siendo la culpable de los males de la educación pública, acusándola de mercantilizar la educación imponiendo un modelo neoliberal. Lo anterior, a pesar de haber sido consagrada en nuestro país con la reforma constitucional de 1874 y presente en nuestro ordenamiento jurídico desde entonces.
Si los derechos, como señala R. Dworkin, son “cartas de triunfo”, ¿por qué se quiere abandonar un derecho que forma parte de nuestro bagaje histórico–cultural?
Una parte se debe a una errónea comprensión de la libertad de enseñanza a raíz de la redacción utilizada en la Constitución de 1980. En efecto, el artículo 19 N° 11 de la Constitución actual, en vez de partir por definir qué se entiende por este derecho (la elección del cómo y dónde educarse), se limita a señalar que esta libertad “incluye el derecho de abrir, organizar y mantener establecimientos educacionales”. Así, confundiéndola con una especie de libertad de emprendimiento o económica, deja fuera un aspecto central: la libertad de enseñanza es en primer lugar un derecho de la persona a elegir cómo y dónde educarse, pero, mientras esta no pueda ejercerlo por sí misma, por carecer de la edad o madurez suficiente, los primeros llamados a representarla en estas decisiones serán sus padres.
Lógicamente, para que las familias puedan optar entre proyectos diversos, se requiere la libertad para poder abrir, organizar y mantener establecimientos, como también el desarrollo de estos con autonomía. De poco serviría consagrar este derecho si todos debemos limitarnos a una única opción: la estatal.
No obstante, no haber apelado en el articulado al fundamento original, así como su utilización abusiva para expulsar alumnos sin razón suficiente, ha provocado que, desde hace algunos años, y hoy en forma preocupante en la Convención, se culpe a la libertad de enseñanza de todos los males de la educación, en particular de la estatal, como si eliminarla trajera como resultado inmediato el aumento de su calidad.
Hoy no existe lucro ni posibilidad de selección por parte de los establecimientos particulares subvencionados, pero todavía -señalan algunos- son la causa de que la educación que provee el Estado no esté a la altura, quedando sólo la eliminación de éstos como mecanismo a echar en mano.
Así, el debate se ha desplazado de cómo hacer de la educación estatal una alternativa atractiva para las familias, a cómo eliminar los establecimientos al que acuden el 55% de los niños de este país. Las familias ya se han manifestado al respecto. Según la encuesta de la Universidad Alberto Hurtado, un 82% cree que el Estado debe garantizar a las familias el derecho a elegir el establecimiento al que asisten sus hijos.
La libertad de enseñanza también exige que los establecimientos estatales se constituyan como una verdadera alternativa para las familias. Pero la lógica debe ser mejorar la educación estatal para que exista verdadera posibilidad de elegir, y no eliminar la posibilidad de elegir para que no quede otra alternativa que la educación estatal. Todavía estamos a tiempo, apostemos por educación de calidad para elegir con libertad.