Por Raúl Figueroa, director ejecutivo de Acción Educar.
En estos días nos hemos enterado de la demanda civil que la Pontificia Universidad Católica interpuso contra el Estado de Chile por el incumplimiento de la ley que lo obliga a otorgar anualmente un aporte fiscal indirecto (AFI) a las instituciones de educación superior que matriculen a los 27.500 mejores puntajes en la PSU.
Ya en octubre del año pasado, en una columna publicada en este mismo medio y titulada “Repartirse el botín”, habíamos anticipado la ilegalidad en la que incurría el Ejecutivo al suprimir la única asignación de fondos directos a la cual tienen acceso todas las instituciones del sistema, y cómo dicha eliminación afecta con mayor fuerza las universidades privadas cuya principal fuente de financiamiento son los aranceles. También constatábamos el lamentable silencio del Consejo de Rectores (CRUCh) ante esa situación, basado principalmente en que los fondos que se le quitaban al AFI se destinarían, por otras líneas, en su propio beneficio.
Pasó el tiempo, se aprobó el presupuesto nacional y se eliminó por una vía espuria el mencionado aporte. Las universidades privadas que no pertenecen al CRUCh, acostumbradas ya al desprecio de las autoridades, hicieron ver públicamente el despojo del cual estaban siendo víctimas, pero debieron asumir la noticia con resignación. Las estatales, haciendo gala de su capacidad de presión, fueron compensadas con fondos especiales, mientras que las llamadas universidades regionales guardaron silencio ante la ilegalidad luego de conseguir una asignación exclusiva de recursos públicos. Esta ley de las compensaciones no alcanzó para la Universidad Católica y ésta, al ver que no estaba incluida en el reparto, optó con justa razón por acudir a los tribunales y exigir allí justicia.
Como en cualquier otro juicio, los resultados de la demanda son inciertos. Con todo, la innegable ilegalidad en que incurrió el Estado al suprimir una asignación que por ley está obligado a dar le otorga al demandante buenas posibilidades de éxito. Cabe mencionar que la voluntaria omisión del Ejecutivo respecto del AFI en la ley de presupuestos es de tal gravedad, que constituye una causal expresa de acusación constitucional en contra de un ministro de Estado por dejar las leyes sin ejecución (Art. 52, nº2, letra b, de la Constitución).
Pero más allá de los resultados, este juicio tiene una serie de implicancias dignas de analizar. En primer lugar, implica judicializar la reforma a la educación superior, con lo que se le agrega una nueva dificultad a su ya complicada tramitación y se ve más difícil su aprobación. En segundo término, representa el evidente quiebre dentro del Consejo de Rectores entre las universidades del Estado y las privadas que lo componen, las cuales llevan mucho tiempo criticando el trato preferente que las primeras reciben por considerarlo injustificado y discriminatorio. Tercero, ratifica la infinita capacidad del Ministerio de Educación para generarse problemas fácilmente evitables, enfrascándose en una discusión judicial con una de las instituciones de mayor prestigio en el país y con serias posibilidades de salir derrotado.
Por último, esta demanda es también una señal del error que cometió la Universidad Católica al adherir a la política de gratuidad conociendo sus efectos negativos. Desde sus inicios esta universidad fue crítica del diseño de la gratuidad, pero no obstante ello, aceptó ingresar al sistema señalando que podría influir de mejor forma en su perfeccionamiento. Ha pasado el tiempo y el diseño de la gratuidad no ha cambiado, mientras el déficit que ha generado a la universidad alcanza los 1.700 millones de pesos y se incrementará con la pérdida del AFI. El juicio que se inicia no hace más que demostrar que la pretendida capacidad de influir ha sido nula.