Hace unos días, la Agencia de Calidad de la Educación encabezó una celebración de sus seis años de existencia. Esta institución fue creada con la finalidad de evaluar y orientar a los establecimientos educacionales respecto de sus logros de aprendizaje de forma independiente del Ministerio de Educación, de manera de avanzar hacia un sistema educativo de mayor calidad. Junto con la Agencia, se fundó también una Superintendencia de Educación Escolar –que vigilaría el cumplimiento de la normativa educacional– y se entregaron atribuciones al Ministerio de Educación para apoyar a los colegios en su mejoramiento. A este ordenamiento institucional de tres piezas se le denominó Sistema de Aseguramiento de la Calidad (SAC). Sus principios fundantes son la autonomía de las escuelas y la obligación de éstas de rendir cuenta no sólo de los recursos, sino de los aprendizajes de los estudiantes.
Tras un inicio auspicioso, el sistema tuvo un triste pasar en el gobierno anterior. La Superintendencia fue convertida en una máquina de triturar establecimientos, a través de la cual el sector gobernante pudo desplegar su preferencia por el control centralizado. Las escuelas dejaron de preocuparse del aprendizaje y del Simce para atender a las múltiples exigencias del fiscalizador y su bienintencionado pero aterrador consolidado de normas. El ministerio, por su parte, hizo poco por reforzar su rol de apoyo a los establecimientos. Concentrado en una agenda reformista muy ambiciosa, y capturado por tensiones políticas y gremiales internas, sumada a la escasa voluntad de implementar un sistema heredado del gobierno anterior, la administración Bachelet echó al cajón el sistema de aseguramiento. Recién en su tercer año de administración esta agenda comenzó a reactivarse, pero ya era tarde.
La Agencia de Calidad, por su parte, quedó en el aire. En razón de su sesgo ideológico, el Mineduc anterior debilitó su rol en el sistema. Se disminuyó el Simce, se retrasó la clasificación de colegios, se estancaron las visitas de orientación, se privó a las familias de información sobre la calidad de los establecimientos de sus hijos, y se omitió de lleno la educación parvularia. Esto fue reemplazado por consignas, clichés, un énfasis exagerado en lo visual, y un despliegue en medios innecesario y a veces personalista (incluido un programa de radio que persiste hasta hoy). Todo ello puede atribuirse, en parte, a que el gobierno anterior estuvo siempre incómodo con la rendición cuentas de los establecimientos y su instrucción fue dilatar el cumplimiento de la ley solo para intentar subvertirla en último minuto. La Agencia y su mensaje, como un actor denostado y desprovisto de su guion, cayó en la irrelevancia de un monólogo solitario. No se entiende mucho qué se celebra, ni qué justifica la invitación de expertos extranjeros que no deben cobrar poco una semana después que la Contraloría detectara falencias administrativas en el Simce por más de 200 millones.
El énfasis declarado de la administración actual en educación es la calidad, por lo que trabajar desde el sistema de aseguramiento que se diseñó es de todo sentido. Hasta ahora los avances visibles están en la Superintendencia, donde se empieza a observar una fiscalización más inteligente orientada a la calidad y una preocupación real por aliviar de burocracia a los establecimientos y entregarles autonomía. Pero aún hay bastante margen para mejorar. Se debe alinear más claramente a la Agencia con las nuevas prioridades ministeriales, reposicionando el rol del Simce y la información pública para los padres, algo en lo que se ha avanzado mediante una interesante plataforma web. Pero no se puede pensar en un “Plan de Calidad” sin echar mano a la institucionalidad vigente para ello y las herramientas ya disponibles.