Por Raúl Figueroa, director ejecutivo de Acción Educar.
El año legislativo se acaba y con ello queda en suspenso hasta marzo la tramitación de diversos proyectos de ley que constituyen el eje del programa de este Gobierno. Una de esas iniciativas es la reforma a la educación superior, que comprende la prometida gratuidad universal, nuevos mecanismos de control estatal, la creación de servicios públicos y cambios al sistema de acreditación, entre otras materias. El poco avance que ha tenido su discusión permite sacar algunas conclusiones que pueden servir de guía para lo que viene.
Lo primero y más evidente es el hecho de que el proyecto de ley no logró convencer y, por el contrario, generó un transversal rechazo. Una muestra clara de la falta de acuerdo en torno a la iniciativa es que, luego de siete meses de discusión en la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados, el año terminó sin que se aprobara siquiera la idea de legislar. Lo anterior es más elocuente si consideramos que de los 13 miembros de dicha Comisión, sólo cinco son de Chile Vamos, por lo que el Gobierno ha contado siempre con los votos para aprobar sus proyectos. Impresiona la falta de manejo político del Ejecutivo en este asunto, que se refleja en la incapacidad de alinear a sus diputados en torno a una de sus reformas emblemáticas.
Esta dificultad para convocar a nivel político se aprecia también a nivel técnico. Rectores, académicos y expertos coinciden en que el proyecto de ley desconoce aspectos importantes de nuestro sistema educacional que han permitido su desarrollo y que debiesen potenciarse, tales como la diversidad de proyectos, la autonomía de las instituciones y la posibilidad de escoger de los jóvenes. La estructura de financiamiento que se propone, basada en la fijación de precios y la dependencia económica del Estado, limita las posibilidades de crecimiento y pone un techo a la calidad del sistema.
Las diferencias entre rectores se han potenciado gracias a la reforma: mientras los de las universidades estatales manifiestan su disconformidad por no recibir el trato preferente que creen merecer, los rectores de las universidades no estatales del CRUCh, lideradas por la P. Universidad Católica, califican como un error histórico el menosprecio a sus instituciones. Todo esto en un contexto en el que las universidades privadas que no pertenecen al CRUCh han sido simplemente ignoradas por el Ministerio de Educación, no obstante agrupar al 50% de la matrícula universitaria.
La ciudadanía tampoco ha visto satisfechas sus expectativas. Mientas la encuesta semanal Plaza Pública Cadem muestra un sistemático rechazo a la reforma educacional, la última encuesta CEP da cuenta de una preferencia mayor por políticas de financiamiento estudiantil focalizadas, en desmedro de la gratuidad universal.
Todo esto permite corroborar algo que, por obvio, fue callado y luego olvidado: los destinos del país no pueden resolverse sobre la base de consignas y eslóganes. Éstos sirven para convocar en torno a objetivos, pero no pueden ser considerados la solución única a las legítimas aspiraciones. Ante el deseo y la necesidad de contar con un sistema educacional de calidad al alcance de todos, el Gobierno respondió con una mirada ideologizada de derechos sociales y con la gratuidad universal como la forma única de conseguirlos. Al llevar las consignas a un proyecto de ley, la ciudadanía comprendió que lo que se busca es una mirada homogénea y controlada de la educación, muy ajena a la diversidad y libertad a la que estábamos acostumbrados.
Es de esperar que el receso parlamentario permita reflexionar en torno a lo que la educación superior chilena efectivamente necesita, para que en marzo enmendemos el rumbo.