Por Ana María Peñafiel, investigadora de Acción Educar.
Tascendió hace unos días que el gobierno estaría estudiando la posibilidad de aplicar un impuesto a los titulados que logren buenas rentas, con el objetivo de financiar en parte la gratuidad universal en educación superior que se pretende impulsar en el país. Lo anterior deja entrever el hecho de que, al parecer, el gobierno no habría dimensionado a cabalidad los costos que una política de este tipo implican y ahora, al tomar conciencia de los altos montos que habría que desembolsar para su implementación, comienza a barajar opciones sobre cómo financiar uno de sus proyectos emblemáticos. El anuncio ha generado críticas porque un cambio de esta naturaleza finalmente no significaría una gratuidad como la prometida por la Presidenta durante su campaña electoral.
Efectivamente, para financiar la gratuidad universal se requieren sustanciales recursos. Tanto Acción Educar como diversos académicos advirtieron hace ya algún tiempo acerca del alto alcance monetario que conlleva una política de este tipo. Según estas estimaciones, el Estado tendría que destinar anualmente alrededor de US$5 mil millones, monto que no se alcanza a cubrir con los fondos obtenidos a través de la reforma tributaria, provocando un descalce en el presupuesto.
El conocido alto costo de la gratuidad universal y la insistencia en una política que ve en dicho costo uno de sus principales obstáculos, deja de manifiesto la improvisación en su diseño y el voluntarismo que implica insistir en su implementación. Con todo, va quedando en evidencia algo que en principio sólo algunos destacaban y que hoy se reconoce transversalmente, esto es, que la gratuidad universal es una medida inviable para Chile.
En vista de lo anterior, lo que corresponde en adelante es abocarse a ser transparentes, sin engañar a la ciudadanía con eslóganes de difícil cumplimiento que minen la confianza pública; sino que enfrentar el hecho de que una política como esta no es conveniente para el país y en el presente contexto evaluar cuáles son los mecanismos adecuados para seguir avanzando en materia de financiamiento estudiantil.
Resulta importante resaltar también que más allá de los costos y de las opciones para hacer frente al alto precio de la gratuidad, se debe tener presente que un impuesto a la titulación no evita los graves y nocivos efectos que la gratuidad universal le provocará a nuestro sistema de educación superior.
Por ejemplo, con o sin impuestos a los titulados, el gobierno ha anunciado que el diseño de la gratuidad universal necesariamente va a significar la fijación de los aranceles de las distintas carreras. Lo anterior implicaría la definición de una “universidad modelo” que sirva de referencia para determinar los costos y establecer los recursos que éstas requieren para financiarse. Esta lógica atenta contra la necesaria diversidad del sistema universitario y lesiona el desarrollo y la innovación de las instituciones. Las universidades se verían forzadas a adecuar sus proyectos a lo que el arancel fijado les permita costear, resultando con ello una homogeneización de los distintos proyectos educativos que hoy existen, al tiempo que se establecería un techo para el desarrollo institucional, arriesgando de esta forma una baja en la calidad de la educación impartida.
Chile requiere que su sistema se siga desarrollando, que sus universidades logren ser más competitivas a nivel regional y mundial y que la investigación siga avanzando. Poner un techo a la innovación y al desarrollo de las universidades es un perjuicio enorme para el desarrollo del sistema educacional y del país.
Otro efecto negativo de la gratuidad universal que no se soslaya con un impuesto a los titulados tiene que ver con el hecho de que, por lo descrito anteriormente, es muy probable que no todas las universidades suscriban el convenio de gratuidad con el Estado, lo que implicaría que la ayuda fiscal para estudiar en una institución de educación superior se concentrará solo en un grupo de establecimientos. El resto de las universidades será prohibitivo para aquellos que cuenten con menos recursos, ya que al eliminarse las becas y créditos, no contarán con la colaboración del Estado para financiar sus estudios en aquellas instituciones que decidan no adherir a la gratuidad. Lo anterior resulta altamente paradójico, puesto que la medida en vez de aumentar la inclusión, limita severamente las opciones de los alumnos menos favorecidos, generando mayor desigualdad y segregación.
Respecto a la medida específica de aplicar un impuesto a los titulados que obtengan buenas rentas, si bien es cierto que una propuesta de este tipo tiene ciertas consecuencias deseables, como descomprimir en parte el alto costo que la gratuidad universal impone sobre las arcas fiscales y responsabilizar de los costos de la educación a quienes efectivamente la reciben, se debe considerar una serie de efectos negativos que podrían surgir a raíz de su implementación. En primer lugar, y como ya ha sido planteado por algunos académicos, esta política puede operar como un incentivo a la no titulación, aumentando el número de desertores en el último semestre y disminuyendo de esta forma las tasas de titulación. En segundo lugar, puede ser tremendamente regresiva si es que finalmente se termina gravando sólo a aquellos individuos que asisten a universidades suscritas a la gratuidad, en donde se esperaría que el grueso de sus alumnos sean aquellos más vulnerables que no tienen la opción de elegir entre asistir a una universidad pagada y una gratuita. En tercer lugar, se debe notar que un impuesto a la titulación es equivalente a un crédito contingente al ingreso, pero con un horizonte de tiempo más largo (si es que no se fijan los años durante los cuales el individuo estará obligado a tributar) y con reglas menos definidas (como, por ejemplo, si el monto que se pagará en impuestos será independiente del costo de la carrera que se estudie, generando profundas injusticias si no se regula adecuadamente).
Con todo, lo que resulta cada vez más evidente es que la gratuidad universal es una política pública inconveniente para hacer frente a un desafío importante que existe en Chile, que es mejorar el acceso de los alumnos vulnerables a la educación terciaria e ir mejorando sostenidamente la calidad y pertinencia de las carreras y de las entidades formadoras.
En este contexto, resulta importante resaltar la labor que ha tenido el sistema de financiamiento al momento de aumentar la cobertura de educación universitaria. A través de las becas y créditos, entre otras medidas, se ha logrado que el acceso de alumnos de los dos quintiles más desfavorecidos aumentara de 4,1% y 3,5% respectivamente en 1990 a 34,4% y 38,4% en el 2013. Sin embargo, tampoco se debe desconocer que aún queda mucho por perfeccionar en este sistema. El diseño de las políticas públicas en esta materia debe buscar, además de la calidad, terminar con las discriminaciones que actualmente hace el Estado al entregar una ayuda dispar a alumnos de necesidades iguales dependiendo del tipo de institución que escojan (CRUCH o no CRUCH). Además se requiere un sistema de financiamiento que se haga cargo de la brecha entre el arancel real y el de referencia.
Profundizar y mejorar sustancialmente las becas y créditos estatales evita efectos como la fijación de aranceles o la segregación del sistema entre universidades gratuitas y no gratuitas, donde las segundas serán alternativas imposibles para los menos favorecidos económicamente.
La solución no pasa por implementar gratuidad universal ligada a un impuesto a la titulación, sino por un sistema focalizado y que se adecue a la realidad del país. Se deben mejorar y ampliar las condiciones de acceso a un sistema de becas y créditos que permita que nadie que tenga el mérito necesario para acceder a la educación superior, quede fuera de ella por problemas económicos.
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