Por Daniel Rodríguez, director ejecutivo de Acción Educar.
La semana pasada el diario La Tercera dio a conocer un hecho dramático que no tuvo la repercusión que debiera. La Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (UMCE) se encuentra al borde de una crisis financiera que eventualmente podría ponerla en riesgo. ¿Por qué este hecho es de la mayor preocupación?
Primero, un factor simbólico. La sigla UMCE le hace poca justicia a la tradición histórica del Instituto Pedagógico de Chile, tan esencial para la identidad de la educación pública del siglo XX como la Universidad de Chile y el Instituto Nacional para el XIX. Nombres como Valentín Letelier, Hans Steffen, Ricardo Krebs, Hernán Ramírez Necochea, Jorge Millas y, quizás el más notable y tenaz de los defensores de la autonomía universitaria desde la sociedad civil frente al Estado, Enrique Molina, se formaron allí. El hecho que se encuentre en riesgo debe activar alarmas y avergonzar a quienes la han dirigido.
En segundo lugar, el caso preocupa en tanto puede ser una premonición del futuro la educación superior pública si sigue su trayectoria actual. En nombre de una comprensión ideologizada, militante, nostálgica e irreal de lo que significa la educación pública, se ha permitido que esta institución se caracterice por una administración opaca e irresponsable que gastó cerca de 100 millones de pesos en tratos directos injustificados, según una auditoría de la Contraloría. Más de 76 días de tomas terminadas en desalojo muestra la incapacidad de la administración de asegurar el derecho a la educación que se afirma promover. Sorprendente resulta, además, ver los resultados concretos de la captura de las instituciones estatales por grupos de académicos: de 2012 a 2017 las remuneraciones de profesores aumentaron casi un 8%, mientras que la matrícula disminuyó un 2% en el mismo periodo. La UMCE tiene el mayor número de académicos por matrícula y por programa entre instituciones comparables. 13 académicos de planta, que no hacen clases por sumarios, juicios, u otras razones le cuestan a la universidad (es decir, al fisco, en otras palabras, al bolsillo del lector) 360 millones de pesos al año. Hay factores históricos que implicaron el debilitamiento sistemático de la institución, pero de eso han pasado más de 25 años de gobiernos democráticos. Escasamente se trata de problemas que se le puedan achacar a la dictadura militar. Además, existen varios ejemplos -la Universidad de Talca y la Universidad de la Frontera me parecen los más destacables- de universidades estatales que, en circunstancias históricas, geográficas y económicas similares o inferiores, han logrado ser proyectos de calidad e invaluables para sus comunidades y el país.
¿Es este un problema del gobierno? En lo absoluto. Se trata de un problema de gestión, que deriva de comprender la educación pública como un botín que podemos usar para asegurarnos el futuro (el informe de acreditación habla de una “destacable estabilidad laboral” de los académicos, algo que no sé si interpretar como una sutil ironía burocrática) o para promover causas políticas a costa de otros estudiantes usando ocupación violenta como forma de presión. También es un problema de responsabilización: no es presentable que esta universidad esté adscrita a la gratuidad sin contar con el requisito de acreditación.
Algo de esperanza puede haber en la Ley de Universidades Estatales. Es de esperar que los recursos que se inyectarán no terminen en el mismo saco roto, producto de una gestión ineficiente, opaca e irresponsable y de una captura gremial impresentable.