Por Daniel Rodríguez, director ejecutivo de Acción Educar.
El violento ataque que sufrió el ex candidato presidencial José Antonio Kast generó, con razón, reacciones en el mundo de la educación. El lugar en el que ocurrieron, una universidad del Estado, no es indiferente respecto de las conclusiones que debemos sacar de este lamentable hecho.
Ya se ha mencionado que las universidades, en general, deben ser espacios donde la libre expresión y la defensa racional de ideas estén especialmente protegidas. Esto, porque la sociedad les ha otorgado a estas instituciones un rol particular, una especie de licencia que permite y fomenta que ciertas discusiones y actividades académicas, intelectuales, artísticas y que no ocurren en otros espacios, puedan tener lugar gracias al financiamiento provisto por todos los chilenos. Lo anterior hace especialmente grave que dentro de la universidad ocurran episodios de violencia sólo en razón de lo que los atacantes suponían que la persona agredida iba a decir y lo que creen que representa.
También se ha comentado que el hecho que grupos de estudiantes, y especialmente grupos de académicos, hayan evitado condenar la violencia y preferido acusar provocación e imprudencia. Esto también es grave, pues en palabras simples, implica que estas personas renuncian a -o quizás no alcanzan a comprender- su calidad de miembros de una comunidad académica y las reglas por las que ésta debiera regirse. Es bastante evidente que, si bien el discurso del ex diputado ha sido efectivamente políticamente incorrecto y provocador con un propósito claro, esto no justifica ser echado a patadas de un lugar público.
Sin embargo, no se ha tenido en cuenta lo suficiente el hecho de que se trate de una universidad estatal. Durante su administración, el gobierno anterior intentó sin descanso instalar la idea de la provisión de educación estatal como paradigmática, como el modelo que se debe seguir, y al cual las instituciones privadas pueden marginalmente colaborar o tratar de imitar, de manera siempre imperfecta. Las universidades privadas fueron sistemáticamente despreciadas por las autoridades, cuyos esfuerzos explícitos y declarados apuntaban a marcar una diferencia y establecer una barrera infranqueable entre entidades estatales y privadas, donde las primeras siempre fueran beneficiadas. Mientras que la Ley de Universidades Estatales se enfoca casi exclusivamente a liberarlas de trabas administrativas y burocráticas y entregarles financiamiento basal, la Ley de Educación Superior se enfoca con la misma tenacidad a llenar de regulaciones, limitaciones y sanciones a las universidades privadas, además de fijarles un techo y condenarlas a un financiamiento regulado y deficitario. Todo esto se justificó construyendo un concepto idealizado, casi sacro de las universidades estatales.
Lo que mostró el episodio de Kast es que aquella idealización es falsa. Lo que se vio es una institución capturada por personas que están dispuestas a justificar la violencia física por razones políticas. En otras palabras, se demostró que lo estatal está muy lejos de ser equivalente a lo público. Quizás el aprendizaje debiera ser, para quienes defienden a ultranza las universidades estatales, dejar de mirar la paja en el ojo ajeno y ver la viga en el propio. Y ojalá dejar de usar recursos públicos para forzar a que la realidad se asemeje a su utopía.