Por Raúl Figueroa, director ejecutivo de Acción Educar.
Se empiezan a conocer los detalles de la reforma a la educación superior que promueve el gobierno y ya abundan las críticas a la propuesta. No es raro que el nivel de aprobación de la reforma haya sido mayor mientras los anuncios se centraban en consignas y eslóganes; tampoco es raro que la reacción sea adversa a medida que se hacen más evidentes los efectos negativos de las propuestas. Lo curioso es que se reciba con sorpresa algo que se ha venido anticipando e implementando por las autoridades desde que asumieron y que constituye la esencia de su programa de gobierno.
En efecto, el citado programa de gobierno propone la gratuidad universal en la educación superior como uno de sus principales ejes. Expresamente señala como uno de los requisitos para que una institución se incorpore a la gratuidad el “que se rija por el sistema de aranceles que determine el Mineduc”. En la misma línea, el programa agrega que “para la fijación de aranceles se creará una nueva institucionalidad, que considerará un grupo de expertos que determinarán y revisarán periódicamente el monto de dichos aranceles”.
Se desprende también del programa, y lo confirman declaraciones y documentos posteriores del Ministerio de Educación, que en régimen los recursos fiscales para la docencia en educación superior se destinarán exclusivamente a las instituciones que adhieran a la gratuidad, terminando así con las becas y créditos disponibles para los alumnos que deseen asistir a otras instituciones acreditadas.
Así, la reforma que comenzará a discutirse apunta a materializar lo anunciado en el programa y, desde ese punto de vista, la fijación de aranceles que tanto ha llamado la atención no puede asombrarnos. Lo que debiese preocuparnos más es el hecho que el gobierno insista en una medida cuyos efectos negativos para el sistema de educación superior son evidentes y que han sido expuestos majaderamente por rectores, académicos y centros de estudio.
La política de fijación de precios ya está operando en Chile, como consecuencia de la gratuidad implementada este año respecto de un grupo de alumnos matriculados en las universidades que adscribieron a ella. Los rectores de esas instituciones, en particular de las que gozan de mayor prestigio, han hecho ver el déficit financiero que la fijación de aranceles provocó en sus universidades y han señalado que esa situación se hará insostenible en el tiempo, sobre todo si el número de alumnos con gratuidad aumenta.
Extender la fijación de precios a todo el sistema implica hacer de la situación deficitaria de las universidades la regla general, afectando las posibilidades de desarrollo futuro de las instituciones y estableciendo un techo a su calidad. Asimismo, los mecanismos de determinación de la tarifa conllevan el establecimiento de una “universidad modelo” a la que todas las demás deberán adecuarse si pretenden reducir sus pérdidas, lo que implica una homogenización forzada de los proyectos educativos y la consiguiente pérdida de autonomía y diversidad que el sistema educacional requiere.
Se supone que esta política se impulsa para generar mayor inclusión en el sistema educacional, pero paradojalmente lo que genera es mayor segregación. Lo anterior porque las universidades que no estén dispuestas a someterse a las restricciones descritas podrán hacerlo, pero sus alumnos no tendrán ayudas estatales para el pago de sus aranceles, quedando en la práctica vedadas para los jóvenes que, aunque las prefieran, no cuenten con los recursos suficientes.
Existe consenso en Chile de que la autonomía y diversidad del sistema educacional debe cuidarse y promoverse. La reforma cuya discusión comienza no es el camino.