Por Raúl Figueroa, director ejecutivo de Acción Educar.
La anunciada salida del Jefe de Educación Superior del Ministerio de Educación, así como de miembros de Revolución Democrática considerados claves en el diseño e implementación de las reformas que ese ministerio ha impulsado, han hecho noticia en los últimos días. Lo anterior en el marco del pronto envío al Congreso del proyecto de ley sobre educación superior y de la tramitación de la iniciativa que busca desmunicipalizar la educación pública, ambos ejes emblemáticos del programa de gobierno.
Es tentador pensar que las críticas sostenidas tanto al diseño como a la implementación de las reformas educacionales han comenzado a hacer mella en las autoridades, lo que habría motivado los cambios. Desde esta mirada, el Jefe de Educación Superior sería un obstáculo para la necesaria corrección de la propuesta y la salida de los militantes de Revolución Democrática obedecería a un rechazo a la visión menos radical que se instalaría en el Mineduc. Con una mirada más neutra, la explicación puede estar simplemente en el natural desgaste que jefaturas de este tipo implican, en el caso de Educación Superior, y tratándose de los representantes de Revolución Democrática a los cálculos propios del cambio que ese movimiento experimenta como consecuencia de su transformación en partido político.
Cualquiera sea la razón, lo que va quedando en evidencia es que las capacidades del Mineduc para llevar adelante las reformas se van reduciendo. ¿Significa esto que los cambios estructurales dejarán de impulsarse?
Lejos de poner un freno a las reformas que promueve el programa de gobierno, lo que quedó en evidencia luego del discurso del 21 de mayo es que la Presidenta insistirá en ellos. El caso del financiamiento a la educación superior es elocuente: mientras se reconoce que no hay recursos para llegar a la gratuidad para los estudiantes provenientes del 70% de menores recursos, se promete una ley permanente que establecerá las condiciones para, en un futuro gobierno, asegurar la gratuidad universal. Se trata de la expresión más literal del voluntarismo, donde el deseo de llevar adelante una política criticada como la gratuidad universal prima por sobre las posibilidades reales de cumplirla.
El hecho de que quienes están más convencidos de las reformas salgan del Ministerio de Educación y que al mismo tiempo se insista en las transformaciones, nos permite pensar que ese Ministerio no es determinante para llevarlas a cabo. Desde La Moneda se instala la exigencia por cumplir con promesas de campaña cuyos efectos negativos nunca fueron considerados por quienes redactaron el programa de gobierno y que generan resistencia incluso entre partidarios de la Nueva Mayoría. A lo anterior hay que agregar la irrupción de grupos de presión que se toman los espacios públicos y cuentan con el aval de grupos políticos que, aunque han apoyado al gobierno, hoy se manifiestan disconformes y exigen profundizar y radicalizar las reformas.
Mientras entre académicos, expertos y actores relevantes del mundo educacional se impone la idea de avanzar con calma en el diseño de reformas que, mal diseñadas, pueden afectar seriamente el desarrollo del sistema, es de esperar que no se utilice el resurgimiento de las movilizaciones callejeras y de la violencia que lamentablemente las acompaña para insistir en la supuesta necesidad de radicalizarlas.