Por Daniel Rodríguez, director ejecutivo de Acción Educar.
Los resultados del Simce anunciados la semana pasada son los primeros de las cuatro entregas que le corresponderá reportar al actual gobierno. Si bien el diseño y aplicación de la prueba están a cargo de la Agencia de Calidad, organismo autónomo, el Ministerio de Educación es el principal agente llamado a reaccionar ante estos resultados.
Los resultados de este año, correspondientes a la medición de 2017, en su conjunto no varían demasiado de los del año anterior, ni de los de hace cinco años. Hace más o menos ocho años somos, como sistema, incapaces de superar nuestro último “récord”. En términos de brechas socioeconómicas –la diferencia de puntajes promedio entre estudiantes de mayor y menor nivel de ingresos– tampoco hemos mejorado. La brecha de género ha ido disminuyendo, pero por menor rendimiento de los hombres y no una mejora de las mujeres.
La interpretación de estos resultados genera disputas entre los expertos, siendo difícil sacarse las anteojeras ideológicas. Algunos argumentan que son la segregación, derivada de las ahora agonizantes políticas de copago, y la selección las que le impusieron un tope de crecimiento al rendimiento del sistema, y que con su eliminación se derribó también este “techo” que no nos dejaba progresar. Argumentan que la rendición de cuentas actualmente vigente en Chile, que hace a los establecimientos responsables de los malos resultados de sus estudiantes, no es un incentivo a la mejora. La verdad es que se requiere de muchos estudios para concluir eso, sobre todo cuando la segregación escolar es derivada de la segmentación socioeconómica y geográfica del país (sólo marginalmente del copago y selección), el efecto par no es lo suficientemente poderoso (si acaso existe) para mover la aguja significativamente a nivel de sistema. Adicionalmente, el sistema de rendición de cuentas no ha sido implementado en su totalidad aún.
Otra tesis que explica este estancamiento tiene que ver con la focalización de la inversión. Gran parte de la trayectoria de mejora que se estaba alcanzando como sistema tenía que ver con la mayor escolarización de las madres y la inversión focalizada en la educación básica tras décadas de precariedad, que fue un sello de los primeros gobiernos democráticos. De hecho, es fácil observar en los gráficos reportados por la Agencia de Calidad el consistente progreso de los estudiantes más vulnerables en las últimas décadas, que impulsaron el promedio del sistema.
Haber detenido esta inversión, focalizándose en políticas serias de financiamiento a la educación superior primero y en los caprichos de los líderes de la calle después, llevó al estancamiento. Un ejemplo que apoya esta tesis es comparar los resultados y las trayectorias de educación básica y media. Este último nivel no tuvo la inversión ni la preocupación necesarias, y su rendimiento sigue siendo el más bajo del sistema en su conjunto. Las pruebas internacionales en las que Chile participa muestran un nivel de logro mucho más consistente en los niveles básicos que en los de media, dejando en evidencia que lo que logramos avanzar en los primeros años lo derribamos con una educación media mediocre.
Para un gobierno cuyo foco discursivo ha sido la calidad, estos resultados no pueden ser tomados como un hito más del calendario escolar. El gobierno anterior quizás podía hacerlo –dado su estratégico desprecio por el Simce–, pero éste no tiene espacio para ello. Es fundamental que, a pesar de que las cifras muestran algo que todos sabemos y que no es muy distinto que el año anterior, el Ministerio de Educación haga ver a la población y al sistema que este es un escándalo que tenemos que enfrentar. ¿Cómo? Una implementación responsable y acelerada de los últimos detalles del Sistema de Aseguramiento de la Calidad, y una importante inversión en subvención escolar preferencial en educación media (en desmedro de una innecesaria y onerosa ampliación de la gratuidad en educación superior) pueden ser un buen comienzo.