Por Raúl Figueroa, director ejecutivo de Acción Educar.
La semana pasada los rectores de las universidades Diego Portales y Alberto Hurtado anunciaron, a través de una columna de opinión, que sus instituciones podrían retirarse de la gratuidad a la que adhirieron si es que se mantiene la situación de déficit financiero que esa política les ha generado, que podría verse agravado si es que se materializa el anuncio de extenderla a los jóvenes del 60% de menores recursos. Esta declaración volvió a poner en el debate la conveniencia o no de impulsar una política que ha sido ampliamente criticada, pero que sigue siendo la piedra angular del programa de Gobierno en materia de educación superior.
Atendido el diseño de la gratuidad, sus efectos negativos eran fáciles de anticipar. Un elemento clave para su implementación es la fijación de aranceles por el Estado, cuestión que es compleja en todo ámbito, pero lo es mucho más en un sistema diverso como el universitario. Los aranceles que fija la autoridad no alcanzan para cubrir los altos costos de las universidades, generando déficits que evidentemente afectan la calidad de los proyectos, el desarrollo de las instituciones y la capacidad de diferenciarse para ofrecer opciones más atractivas para sus estudiantes. La gratuidad restringe la autonomía universitaria, afecta la calidad y amenaza la diversidad del sistema.
Estos riesgos fueron advertidos, pero las autoridades han insistido en la gratuidad y las universidades que se incorporaron a la iniciativa optaron por correr el riesgo asociado a una política pública mal diseñada. Las críticas de los rectores dejan en evidencia que la apuesta no fue conveniente.
La probabilidad de que algunas universidades se retiren se ve cada vez más cercana, lo que motivó la reacción del Ministerio de Educación y el anuncio de compensar los déficits mediante fondos destinados a ese efecto, aunque no hay claridad sobre si existen recursos disponibles para ello, ni tampoco si la compensación sería una política permanente. En este escenario, que da cuenta de la inviabilidad de la gratuidad universal, es importante volver a centrar la discusión en la cuestión de fondo: buscar la mejor forma de velar por que las restricciones económicas no sean un obstáculo para que los jóvenes accedan a la educación superior, resguardando la diversidad y las posibilidades de desarrollo del sistema educacional.
Los rectores de las universidades que están en gratuidad han dejado en evidencia los defectos de esa política y saben que para solucionarlos no basta la inyección esporádica de recursos, sino que se requiere eliminar todos aquellos aspectos que significan pérdida de autonomía y límites a la calidad. Mientras se insista en la fijación de precios y en la homogenización de los proyectos, los problemas se van a mantener. Sería lamentable que la voz de alerta que han hecho notar los rectores se apague ante el ofrecimiento de recursos públicos que, en el mejor de los casos, servirán de anestesia, pero no resolverán el problema de fondo.