Como es habitual, el informe del PNUD recientemente publicado trae varias tesis interesantes sobre Chile y, en este caso particular, sobre la visión de la población sobre lo que debe cambiar, y de sus percepciones sobre las razones de por qué estos cambios se estancan y finalmente no ocurren.
Llama la atención un cambio muy pronunciado en la visión de los chilenos. En 2013, un 20% de los encuestados estuvo de acuerdo con la provisión mixta en educación (la pregunta textual fue “¿Qué cree que es mejor: que el Estado se haga cargo, que el sector privado se haga cargo, o que tanto el Estado como el sector privado se hagan cargo?”). En el 2023, el porcentaje llegó a 41%, asimilándose al sector Salud. Según el informe: “En todos los aspectos consultados es posible identificar un incremento de entre 11 y 21 puntos porcentuales en las preferencias por una gestión mixta del Estado y el sector privado. El incremento más grande entre 2013 y 2023 ha sido en el ámbito de la educación” (p.146).
¿Qué cambió en esa década?
No es que la oferta de educación privada haya llegado al país como una innovación reciente. Chile ha tenido históricamente un sistema de educación escolar y superior en el que han convivido instituciones privadas y públicas. La libertad de enseñanza y elegir dónde educarse son derechos altamente valorados por los chilenos, y han sido defendidos con fuerza cada vez que han estado bajo amenaza. La provisión mixta no es una novedad, menos en los últimos diez años.
Tampoco se observa que la calidad de la educación estatal haya variado negativamente desde 2013. Excluyendo la pandemia, que afectó a todos, no es fácil sostener la tesis que en estos años la capacidad de los establecimientos estatales para lograr aprendizajes en los niños haya cambiado. La realidad muestra lo contrario: entre 2013 y 2023 los resultados de los colegios municipales y los dependientes de Servicios Locales de educación aumentaron entre 9 y 12 puntos promedio en matemática, y entre 6 y 9 puntos en lectura, 4to básico.
Un podría hipotetizar que los nuevos Servicios Locales de Educación (SLEP) que pasaron desde 2018 a administrar la educación pública de un número limitado de comunas han tenido resultados negativos, lo que ha desafectado a la población de las virtudes del Estado como administrador. Es cierto que la gravísima crisis del SLEP de Atacama -que paralizó el servicio educativo durante 80 días- estaba en pleno desarrollo al momento del trabajo de campo, lo que pudo impactar también. Pero tampoco se puede caer en el error de desestimar o infantilizar la percepción de la población. Este cambio puede obedecer a tendencias más profundas.
En efecto, el principal cambio en educación ocurrido en la década son las reformas del segundo gobierno de la Presidenta Bachelet. Y estas reformas se basaron, en su esencia, en una profunda desconfianza hacia la provisión privada en educación. Se formuló una crítica muy dura a los colegios particulares subvencionados, acusándolos desde el gobierno de discriminadores y de enriquecerse en desmedro de los alumnos. Las actuales autoridades fueron parte activa de esa implacable e injusta difamación. En consecuencia, contaron con las mayorías para aprobar la Ley de Inclusión. Ese es el diagnóstico de 2013.
Hoy, vemos que las consecuencias de las reformas que afectaron el sistema particular subvencionado, y en particular de la Ley de Inclusión, son el estancamiento y fin del dinamismo de un tipo de educación ampliamente preferido por las familias chilenas. Puede ser que hoy, diez años después, al observar esas consecuencias negativas, los chilenos hayan reparado en el valor de la provisión mixta y en lo dañino que resultó ser ese discurso radical encabezado por Bachelet. Si hoy volvemos a valorar la provisión mixta, ¿por qué no revisar los excesos de tan negativas reformas?