Por Pía Turner, encargada de Proyectos de Acción Educar.
Hace un par semanas, se publicó en Jamapedriatics un meta-análisis sobre la prevalencia global de síntomas de depresión y ansiedad en niños, niñas y adolescentes durante la pandemia. Los 29 estudios analizados abarcaron 80.879 personas, de los que se estimó una prevalencia de 25,2% en los síntomas depresivos y de 20,5% en los ansiosos, alrededor del doble de las prevalencias estimadas para esta población previo a la llegada del covid-19.
Por supuesto, estos datos no son una novedad, ya que desde marzo del 2020 han sido múltiples los especialistas en salud mental advirtiendo que el aislamiento, la falta de interacción con los pares, el cierre de establecimientos educacionales y los estresores propios de la pandemia tendrían efectos en el bienestar de los más pequeños y jóvenes. En el caso chileno, las advertencias eran aún más urgentes. El escenario pre pandemia de la salud mental de los estudiantes ya era malo, lo que se manifestaba en la mayor prevalencia del continente América en el consumo de drogas como la cocaína y la pasta base, por citar un ejemplo.
Contribución al bienestar emocional
Ahora bien, en estos momentos en Chile no tenemos comunas en cuarentenas y estamos en la mejor situación posible para que todos los alumnos retornen de manera presencial a sus establecimientos educativos. Junto con ello, aspectos como el clima de convivencia escolar, que depende en gran parte de la calidad de las relaciones y vínculos entre los distintos integrantes de la comunidad, vuelven a tomar un rol protagónico. En efecto, durante el cierre de las escuelas, muchos estudiantes perdieron la oportunidad de interactuar frecuentemente con sus pares y profesores, debido a la falta de conectividad u otros factores especialmente importantes para las poblaciones de menores recursos económicos.
De esta manera, las comunidades educativas no solamente se enfrentan al desafío de lograr un ambiente de aprendizaje a la par que cumpla con los protocolos sanitarios, los que ya han demostrado que es posible abrir las aulas con riesgos mínimos de contagio. Sino que también se enfrentan al de asimilar los efectos de la pandemia en la salud mental y en las emociones de las familias, los que inevitablemente afectarán a las posibilidades de desarrollar interacciones positivas en la comunidad educativa. Esto considerando que los mismos docentes también han sufrido los embates de la pandemia en su propia salud mental.
Por otra parte, un buen clima de convivencia escolar tiene el potencial de contribuir al bienestar emocional de los estudiantes, protegiendo de los efectos de los estresores que pueden venir de las circunstancias familiares o del hogar. A la vez que ambas variables están relacionadas con las posibilidades de los estudiantes de lograr sus objetivos de aprendizaje.
En definitiva, tanto los establecimientos educacionales, por los efectos en el clima de convivencia escolar y en los aprendizajes, como la política pública deben ser capaces de reconocer los efectos que la pandemia ha traído al bienestar de nuestros estudiantes y de tomar acciones concretas para hacerse cargo de ellos. En esa línea, se debe coordinar y brindar a las comunidades educativas del apoyo de otras instituciones del Estado a cargo de la salud mental de las personas, como lo son el Sistema de Atención Primaria de Salud y la Red de Protección de Derechos, de manera de generar las herramientas para contener y generar un clima adecuado para el quehacer escolar, pero también para poder determinar y derivar con rapidez a los casos que necesitarán de especialistas externos a las comunidades.