Escrita por Daniel Rodríguez, director ejecutivo de Acción Educar
(Leer columna en El Mostrador)
La Ley de Aseguramiento de la Calidad fue la primera norma en materializar la Ley General de Educación (2009), esta fruto del que sería el último gran acuerdo transversal por la educación. Esta norma crea una Superintendencia, que vigila el cumplimiento de la ley en los establecimientos educacionales, y una Agencia de Calidad de la Educación, a cargo de evaluar los aprendizajes, clasificar las escuelas según su desempeño considerando su vulnerabilidad, y orientarlas para su mejora. El ministerio asumió el rol de apoyar a los colegios que fueran clasificados como insuficientes por sus resultados.
Esta ley lleva buen tiempo en implementación, pero producto de la pandemia, una de sus políticas más severas –y también polémicas– no ha tenido lugar. Esta consiste en que, cuando un establecimiento educacional haya sido clasificado durante cuatro años consecutivos como “insuficiente” sobre la base de los resultados de aprendizaje (Simce) y otros indicadores complementarios, pierde el reconocimiento oficial y debe cerrar.
Durante estos cuatro años el Estado hace su parte: el establecimiento insuficiente recibe visitas de orientación por parte de la Agencia de Calidad y asesoría directa y permanente por parte del Ministerio de Educación. El procedimiento es algo más complicado y existen excepciones, pero, en concreto, el cierre funciona como una medida de última ratio para que los establecimientos que sistemáticamente y de forma sostenida en el tiempo fracasen a la hora de lograr aprendizajes absolutamente mínimos del currículum escolar, salgan del sistema. Hasta ahora, de los cerca de 11.000 colegios del país, solo 36 se encuentran en esta situación.
La principal crítica razonable a esta política es que cerrar una mala escuela no soluciona nada. Y tiene un punto: los estudiantes y sus familias no pueden quedar a su suerte y desprovistos de su derecho a la educación. La ley vigente es vaga en esta materia. La segunda crítica atendible es que la presión que pone la amenaza del cierre sobre la escuela, en algunos casos, no será suficiente para impulsar una mejora, pues el problema es más profundo, y se relaciona más con las características de los estudiantes que con alguna acción que la escuela pueda hacer o dejar de hacer por sus propios medios. En otras palabras, la escuela no es la responsable de sus malos resultados.
El punto que ningún crítico aborda seriamente –lo rehúyen porque saben lo impresentable de su respuesta– es el más básico de todos: ¿puede el Estado tolerar que, con recursos de todos los chilenos, se sostenga una escuela que literalmente daña a sus niños y falla de forma sistemática y permanente en la más básica de sus funciones, y no pase literalmente nada? En otras palabras: ¿puede el Estado tolerar la vulneración del derecho a la educación frente a sus ojos sin hacer nada?
Lo anterior es exactamente lo que propone una moción parlamentaria originada en el Senado de la mano de la senadora Yasna Provoste y es impulsada por el Ministerio de Educación: simplemente permitir que las escuelas sistemáticamente insuficientes, incluso considerando la vulnerabilidad en la que trabajan, no tengan consecuencia alguna y generaciones de niños pasen por sus aulas sin aprender lo mínimo. La senadora tuvo la prudencia, al menos, de mantener a los padres informados de los resultados insuficientes de las escuelas. El Ministerio de Educación, en lo que ya es su patrón de conducta legislativa, en lugar de pensar bien qué hacer, simplemente borró todo el capítulo de la ley. Como ha mostrado este ministerio en su acción de eliminar o postergar la Evaluación Docente, el Simce, los aranceles regulados, el Consejo para la Educación Superior, el traspaso a los SLEP y un largo etcétera, solo sabe usar la goma de borrar y pedir tiempo. No logran proponer nada.
Las críticas a la ley, abordadas más arriba, pueden ser resueltas de forma inteligente. El cierre puede ser reemplazado por una alternativa: ante la insuficiencia reiterada del colegio, el sostenedor podría ser obligado a decidir entre el actual cierre o una intervención profunda. La intervención podría implicar el reemplazo total del equipo directivo y de al menos la mitad del equipo docente, de la mano de recursos fiscales frescos y un plan de recuperación, a cargo de la institucionalidad vigente. Al mismo tiempo, a los alumnos del establecimiento en cuestión se les otorga prioridad en el Sistema de Admisión Escolar (SAE), facilitando su cambio a escuelas mejores. Si en 2 años más no se observa mejora, se concreta el cierre y se multa al sostenedor. Esta simple idea permite dar tiempo y facilidad a las comunidades para tomar decisiones y proteger el derecho a la educación y, al mismo tiempo, responsabiliza al sostenedor y al Estado –no solo a la escuela– por el mal resultado.
Volver a pensar y discutir alternativas de forma profunda y pausada es necesario. No debemos conformarnos con una agenda que solo da pasos atrás.