Por Daniel Rodríguez, investigador de Acción Educar.
Finalmente, el proyecto de ley de reforma a la educación superior será enviado hoy por el Gobierno. El llamado “trabajo prelegislativo”, que consistió en la circulación de minutas no oficiales y de una presentación de último minuto, mostró que el proyecto sigue siendo en sus aspectos esenciales el mismo que se trazaba el programa de Gobierno y se describía en mayor detalle en un documento que el Ministerio publicó en su página web el año pasado y que negó al día siguiente. Mi intención no es relatar este proceso, sino tratar de mostrar que la mayoría de las universidades, si acaso les preocupaba un ápice este proyecto, ya saben desde hace al menos dos años lo que hoy se publica.
Sorprende entonces la perplejidad y el lamento de las universidades privadas del CRUCH (conocido por la sigla G-9). El fracaso de su estrategia es rotundo, algo que quedó demostrado en el pánico que invadió al Gobierno tras la pataleta magistral del rector de la Universidad de Chile.
Bastaron un par de calificativos a la prensa por parte de un indignado rector para movilizar al Ejecutivo, mientras que los meses de lobby, documentos, cartas al diario, libros y propuestas, “marchas” rectorales y cartas a la Moneda por parte del G-9 fueron siempre contestadas por el Gobierno con un insigne y chilenísimo “déjame darle una vuelta, mañana te cuento”.
¿Cuáles fueron los errores de este grupo de universidades, que las llevaron a esta triste situación? Aquí me atrevo a ensayar tres, obviamente relacionados entre sí.
El primero fue suscribir un discurso ajeno. La expresión que usan estas universidades para definirse a sí mismas, “universidades públicas no estatales”, resume bien la intención de este grupo de renegar de su naturaleza privada. Pareciera que buscan confundirse lo más posible con las universidades estatales, y tratar de hacer que los chilenos creamos que una universidad bautizada con un nombre de filántropo u otra cuyo Gran Canciller es un sacerdote, constituyen en el fondo lo mismo que una universidad estatal.
Hoy, “privado” se ha convertido en una mala palabra, y las universidades del G-9, en lugar de liderar una vuelta a la razón, han bajado la cabeza ante un discurso hegemónico que, en el fondo, las desprecia. Y en una actitud cercana al síndrome de Estocolmo, se han unido a las universidades estatales y han usado el CRUCH para ningunear públicamente a universidades tan privadas como ellas mismas, pero creadas después de 1981.
El segundo es su defensa corporativa alrededor del CRUCH. En lugar de mirar el sistema como un todo, evaluando en justa medida sus grandes logros y graves deficiencias, y proponer una reforma inclusiva, han decidido armar una estrategia que se basa exclusivamente en la defensa de sus intereses. Y esos intereses son bastante fáciles de identificar: los aportes fiscales directos y la membresía excluyente en el CRUCH.
La contradicción es que las universidades del G-9 han defendido el trato preferente del Estado hacia sus casas de estudio y el mayor control de aquellas privadas, a la vez que se autoposicionan en un limbo que nadie podría definir.
El tercer error es haber alienado a las universidades privadas creadas después de 1981 –que, para facilitar la lectura, llamaremos modernas–. En su obsesión por mostrarse más estatales de lo que son, han dejado de buscar alianzas concretas con universidades modernas, incluso con las que académicamente son mucho más robustas que varias del CRUCH.
Eran sus aliados naturales: privadas, competitivas, preferidas por los estudiantes, en una trayectoria creciente hacia mayor calidad y, por qué no decirlo, en la mira de la voraz retroexcavadora. No digo que no haya algunas cuya calidad y prestigio deje muchísimo que desear, pero las alianzas pudieron ser selectivas. En esto, la Pontificia Universidad Católica de Chile, líder del G-9 por simple tonelaje, debió ser más sagaz e identificar en ese grupo de universidades modernas y de calidad una alianza en contra de quienes quieren estatizar todo, sin miramientos por la fecha de fundación.
Pero prefirieron cerrar filas con las universidades del Estado, las que usando todas sus tribunas las han ninguneado y, asimismo, confirmado su voluntad de que todas las universidades privadas sean desplazadas por decreto a un nivel secundario.
El error es feroz: han buscado alianzas con quienes esperan con ansias deshacerse de ellas y apropiarse de sus recursos, y han despreciado a quienes podrían haber sido sus más fieles compañeros y que no aguardan más que su propia supervivencia.
Esperemos que en la discusión legislativa esta situación cambie. Es hora de que todas las instituciones nacidas al alero de la libertad de enseñanza, sin importar su fecha de fundación, hagan frente a quienes buscan usar la ley para ponerlas de rodillas, destruir su autonomía y someterlas al arbitrio del Estado.