Por Raúl Figueroa, director ejecutivo de Acción Educar.
Mientras en la Cámara de Diputados se tramita un proyecto de ley sobre Educación Superior, para el 2017 el mecanismo de financiamiento estudiantil quedó definido, nuevamente, en el presupuesto de la Nación. La discusión estuvo marcada por dos ejes: por una parte las críticas a la gratuidad implementada el 2016 y, por otra, la necesidad de impedir que el Estado, mediante las políticas de financiamiento estudiantil, tenga un trato discriminatorio respecto de jóvenes de igual condición socioeconómica.
En ese contexto, lo que en definitiva se aprobó fue mantener la política de gratuidad en las universidades que adhieran a ella, así como extenderla a algunos institutos profesionales y centros de formación técnica (IP y CFT), focalizándola en los alumnos de los cinco primeros deciles de ingresos. Esta política sigue sustentándose en la fijación de precios para las instituciones, cuyos efectos negativos quedaron en evidencia el año pasado luego que el Mineduc reconociera que se genera una situación deficitaria para la mitad de las universidades que adhirieron a ella. Además, obviando el hecho que la ley general permite a los IP y CFT organizarse como sociedades comerciales, se limitó la gratuidad a los que no tienen fines de lucro, incurriendo en una discriminación que ya el TC había señalado como improcedente.
Se hizo evidente que el diseño de la política de gratuidad no permite combinar adecuadamente el desarrollo permanente de las instituciones de Educación Superior, con el fomento al acceso de jóvenes de escasos recursos y el deber del Estado de no discriminar arbitrariamente. Sometido a presión el gobierno para que adecuara su política de financiamiento a esos objetivos, no tuvo otra alternativa que aceptar el hecho que el modo idóneo de hacerlo es a través del perfeccionamiento del sistema de becas ya existente. Así, se logró un acuerdo transversal para equiparar el monto de las becas para todos los alumnos que opten por universidades de calidad, considerando para ello sus años de acreditación. Por esta vía, se eliminan los obstáculos para que los jóvenes opten por los proyectos que mejor se adecuen a sus intereses, dándole valor a su capacidad de elegir, y se eliminan diferencias odiosas e injustificadas entre las universidades.
A la luz de lo ocurrido en la discusión presupuestaria, ¿como seguimos? Más allá de los costos políticos que pueda tener considerando que fue la principal promesa de campaña, el primer paso debiese ser la renuncia a la idea de gratuidad universal contenida en el proyecto de ley que se discute en la Cámara. Hoy nadie discute que no solo es inviable económicamente, sino que además genera impactos negativos en calidad, diversidad y autonomía institucional que deben evitarse. En esa línea, y aunque sigue siendo compleja, cualquier discusión sobre gratuidad debe partir de la base que su viabilidad radica en la focalización de la política y en un diseño que no intervenga los proyectos institucionales. Lo segundo, atreverse a reconocer que así como nuestro sistema educacional tiene mucho que mejorar, también tiene cimientos sólidos sobre los que vale la pena construir y que no podemos desaprovechar: la autonomía, la diversidad y la libertad. Por último, diseñar políticas coherentes con esas características y apropiadas para enfrentar los desafíos de la modernidad.