Por Daniel Rodríguez, director ejecutivo de Acción Educar.
Exceptuando la gratuidad, hay pocas cosas en las que el gobierno anterior haya puesto mayor atención que en prohibir el lucro en educación superior. Pues no solo lo impide por ley, sino que dedica páginas y páginas de la normativa a diseñar una institucionalidad -la superintendencia- y un marco regulatorio de las operaciones con relacionados de una desconfianza y celo dignos de la más sofisticada de las teorías conspirativas. Si había algo que obsesionaba al Ministerio de Educación anterior (no, no era el aprendizaje de los niños) era el lucro y cualquier cosa que se le pudiera parecer. Se pusieron en todos los escenarios, imaginaron las triangulaciones más sofisticadas. Los imagino viendo “el lobo de Wall Street”, tratando de pensar, al menos por un minuto, como uno de esos personajes.
El resultado, ironía aparte, es de gran efectividad. La Ley de Educación Superior es de hecho una prohibición total del lucro. Más que eso, es un entramado que asegura que cada peso que vaya a las universidades, venga de las familias o del Fisco (ojo, es lo mismo), deberá utilizarse para los fines propios de la institución. Esto es una buena noticia: la prohibición efectiva del lucro -lo que se quería lograr- quedó satisfactoriamente protegida en la ley.
Esta larga introducción es para reforzar un punto fundamental en la discusión reciente: la eliminación del artículo 63, que prohibía a las universidades tener controladores con fines de lucro, es marginal al objetivo de proteger los recursos de las instituciones y evitar toda forma de retiro de excedentes. Esto porque el hecho que una fundación o corporación tenga una empresa como controlador no implica, en ningún caso, que pueda retirar excedentes o lucrar con ella. Lo clave es la regulación de operaciones con relacionados y dentro del amplio abanico de regulaciones que se diseñaron para ese efecto, este artículo era algo menor y claramente desproporcionado. Y por eso el Tribunal Constitucional lo objetó: no vale la pena vulnerar garantías constitucionales como la libertad de asociación y la libertad de enseñanza, ni pasar a llevar principios básicos como la proporcionalidad, solo por un exceso que solo agregaba una cucharada de agua al mar.
Ahora, la duda razonable que asoma ante esta explicación es ¿por qué una empresa querría controlar una universidad con la cual no podrá lucrar? Pensemos en un empleador que no encuentra en la oferta educacional existente profesionales con las competencias que requiere para su negocio. Para resolver el problema, podría querer formarlos directamente creando o participando activamente en una universidad (no por caridad, sino porque sería más caro enviarlos a estudiar al extranjero). La universidad, por su parte, puede beneficiarse de la inversión de recursos que esta empresa privada traerá, dándole la posibilidad de crecer, contratar profesores, mejorar su infraestructura y ampliar el cumplimiento de su misión. Eso no puede hacerlo una empresa a través de la filantropía, pues necesita influir en la institución, pero no lucrar. Todo lo anterior estaba prohibido por el artículo 63.
¿Cómo se explican entonces las reacciones destempladas de buena parte de la oposición ante la resolución del Tribunal? La clave es que no se trata de un problema jurídico, ni muchos menos educacional, sino político. El debate sobre el lucro en educación es, paradójicamente, sumamente rentable para un sector político. Al igual que Kim Il-sung, dictador norcoreano embalsamado para ser declarado “presidente eterno” y adorado a perpetuidad, hay quienes buscan mantener vivo el debate del lucro en educación, cuando ya está totalmente cerrado, para seguir atrayendo cámaras. Bordeando en la desinformación hacen parecer vivo a un muerto cuyas cenizas, dijo correctamente el Ministro Varela, ya fueron echadas al mar.