Por Daniel Rodríguez, director ejecutivo de Acción Educar.
Nadie puede sorprenderse de que la recientemente promulgada Ley de Educación Superior tenga errores. Además de su extensión -reflejo de la ambición y del frenesí legislativo que está quedando atrás-, nunca hubo un real acuerdo sobre sus contenidos (ni siquiera dentro del ex oficialismo) y la tramitación final se hizo con gran apuro, dado que el fin del gobierno de la ex Presidenta Bachelet ponía en riesgo su aprobación (o eso creíamos algunos). No estoy hablando de errores de fondo, que hay muchos, sino de errores prácticos que si no se corrigen, pondrán en riesgo la implementación de la ley y la certeza jurídica.
La crisis más urgente corresponde al calendario de puesta en marcha de las nuevas normas de acreditación. Esto debe preocupar especialmente al gobierno, que ha buscado identificarse con un discurso centrado en la calidad, y al oficialismo, que concurrió sonriente con sus votos a la aprobación de la reforma.
¿En qué consiste el problema? En pocas palabras: los tiempos establecidos en la normativa para la implementación del nuevo modelo de acreditación basado en estándares y criterios y una totalmente renovada Comisión Nacional de Acreditación (CNA) son irreales. Una estimación conservadora hecha por Acción Educar estableció que al 2024, la CNA duplicará el número de acreditaciones que debe realizar. La concatenación de cambios necesarios no está correctamente organizada y la transición del sistema antiguo al nuevo pone en riesgo la confianza en la acreditación que es justamente el bien que se quería resguardar. Además, hay desprolijidades que afectan la credibilidad de la nueva norma.
Un ejemplo: la ley hace obligatorio que las universidades acrediten sus doctorados, algo que antes era opcional. Esto puede considerarse deseable, pero la necesaria transición para que las instituciones se adapten no fue considerada en la ley. El resultado es que todos los doctorados actualmente no acreditados y sus respectivos estudiantes se encuentran en una extraña y absurda situación de ilegalidad. Este es solo un ejemplo.
Solucionar este problema no es difícil, pero requiere de un proyecto de ley. Éste debiera contener, en primer lugar, una clara separación de la antigua institucionalidad de la nueva. La ley dispone que se diseñen y establezcan nuevos criterios y estándares de acreditación, y que sean consultados públicamente. Hasta que estos nuevos criterios, que decidirán en algunos casos el cierre de instituciones, no sean conocidos por todas las instituciones y éstas no cuenten con el tiempo necesario para implementarlos, es injusto que se apliquen. La ley considera un periodo extremadamente corto de tiempo y no asegura que las nuevas reglas sean conocidas por las instituciones antes que se les hagan aplicables.
En segundo lugar, y en relación a lo anterior, la actual composición de la CNA debiera mantenerse en operación por un periodo suficiente como para terminar los procesos de acreditación del periodo de transición. Y los nuevos comisionados, que tienen perfiles profesionales diferentes y una extensa lista de inhabilidades, podrían comenzar aplicando las nuevas reglas a las instituciones que nunca se han acreditado o que se ofrecieran voluntariamente. Ambas instituciones funcionarían en paralelo hasta que la nueva tenga la solidez para asumir situaciones de mayor complejidad. Esta es una de las muchas soluciones posibles.
Si bien esto suena excesivamente técnico, es de la mayor importancia. El aseguramiento de calidad, tanto en el sistema anterior como en el que inaugura la nueva Ley de Educación Superior, se basa en la confianza entre los distintos actores, la certeza jurídica y claridad en las reglas. Esto se hace más importante cuando no acreditarse puede implicar el cierre de las instituciones, con las duras consecuencias que conocemos.