De Magdalena Vergara, directora ejecutiva de Acción Educar.
Hace unas semanas la OCDE dio a conocer su informe “Education at a glance” 2019, documento que compara la situación de la educación de los países miembros de la organización y que este año pone su foco en la educación superior. A pesar de que las comparaciones no son del todo exactas y es necesario hacer una serie de precisiones, pues las diferencias entre las naciones en cuanto a sus políticas y contextos son bastante altas, es posible hacer un diagnóstico general.
El informe destaca el crecimiento en la matrícula de educación superior, posicionando a Chile por sobre el promedio de la OCDE. Así las políticas y ayudas estudiantiles implementadas han permitido un mayor ingreso de estudiantes y, en consecuencia, también de niveles socioeconómicos más bajos. Si en 2006 había sólo un 13,3 % de estudiantes del primer quintil, en 2017 este había aumentado a 32,9 % (Casen 2017), lo que sin duda es un gran logro.
Sin embargo, aparecen también los desafíos. Los datos que se entregan son negativos -en comparación al promedio OCDE- respecto de la cobertura neta de educación terciara en la población de 25 a 64 años, también en cuanto a las tasas de titulación oportuna que sólo alcanza un 16% y la baja continuidad de estudios de postgrado que sólo alcanza un 2% frente al 14% de la OCDE.
A pesar de que nuestro país ha tenido un desarrollo reciente en la educación superior y, por tanto, es razonable estar por debajo de los promedios OCDE en ciertos aspectos, el panorama dado a conocer nos cuestiona respecto al tipo de crecimiento que estamos teniendo y el que queremos tener. Si bien hemos mejorado el acceso a la educación terciara, vale la pena preguntarse cuál es el tipo de oportunidades que estamos entregando y de qué manera las políticas que estamos implementando se hacen cargo de ello. En definitiva, no basta con garantizar el acceso a la educación, sino que esto debe ir de la mano con que efectivamente el estudiante logre el éxito académico y adquiera las capacidades que requiere y espera.
Lo anterior trae consigo una reflexión integral de nuestro sistema, desde la estructura curricular y la duración de las carreras, los incentivos para la investigación e innovación, la preparación de los estudiantes para el ingreso de la educación superior y un largo etcétera. En ese sentido, actualmente estamos discutiendo -aunque a veces no con mucho entusiasmo- dos aspectos que aparecen como fundamentales: el sistema de acceso y el de financiamiento.
El próximo año debe entrar en vigencia el nuevo sistema de acceso de la educación superior. Eso sin duda abre la oportunidad para establecer medidas que permitan avanzar en equidad, de manera de establecer un sistema más abierto que se haga cargo de las diferencias entre los estudiantes y la diversidad de las instituciones, sin ahondar en las discriminaciones que el actual Sistema Único de Admisión (SUA) genera. Además, plantea la posibilidad de mejorar los instrumentos de selección, tanto en cuanto al sesgo como para avanzar hacia unos que permitan una mejor predicción del éxito académico.
Por otro lado, las políticas de financiamiento juegan un rol importante para que el aumento de matrícula no signifique una disminución en la calidad. A nivel internacional se ha avanzado en una contribución compartida entre los estudiantes y el Estado, comprendiendo el costo creciente del nivel y la retribución que significa tanto para el país como personales el acceso a la educación superior. En Chile los sueldos son hasta 163% más que quien sólo egresa de la educación media.
A pesar de la reforma del 2018 a la educación superior, la discusión que se dio en ella fue acotada y preguntas sobre el futuro de nuestro sistema fueron dejadas en segundo plano para atender cuestiones específicas. No obstante, el proceso de implementación de la normativa es un buen momento para poder plantearlo, de manera que la puesta en práctica tenga un horizonte claro que nos permita avanzar en equidad y calidad.