Por Daniel Rodríguez, investigador de Acción Educar.
Sin bien el foco de atención política se ha centrado en el financiamiento estudiantil y en la promesa gubernamental de la gratuidad universal, el aseguramiento de la calidad es uno de los aspectos relevantes del proyecto de ley de Educación Superior presentado por el gobierno. Este proyecto incluye la derogación de la ley vigente (20.129) y una redefinición de la naturaleza del proceso de acreditación.
Existe cierto consenso en que el sistema de aseguramiento de la calidad actual ha tenido un impacto general positivo, aunque persisten muchos desafíos. Entre sus logros se consigna el haber generado una creciente cultura de calidad en las instituciones que se sometieron al proceso, en particular en relación a la gestión y la docencia, y el haber aumentado la transparencia del sistema. No habría razón para no construir sobre lo avanzado.
Si bien el proyecto de ley mantiene el nombre del corazón del proceso –acreditación institucional– las diferencias entre lo que se busca derogar y la propuesta son importantes, en particular respecto a cómo se entiende el aseguramiento de la calidad. El sistema vigente logra combinar el aseguramiento de una base mínima para el funcionamiento con el mejoramiento continuo según el logro del proyecto educativo de cada institución. Lo anterior permite asegurar la libertad de enseñanza, el principio de autonomía de las instituciones y la diversidad del sistema, así como la fe pública.
Sin embargo, la iniciativa es radicalmente distinta. Define la acreditación como “la evaluación y verificación del cumplimiento de estándares de calidad, los que referirán a recursos, procesos y resultados”. La diferencia no es trivial, y radica en el establecimiento de criterios que formarán una definición única de calidad que se utilizará como referencia. Estos criterios además, no sólo evaluarán los resultados de las instituciones (es decir, lo que logra la institución) sino que referirán también a recursos y procesos. En otras palabras, se busca también predefinir y estandarizar, de manera obligatoria, la forma que tienen las instituciones de perseguir sus objetivos, los medios que utilizarán para ello y la estrategia para financiarlos.
Este tipo de normativa va más allá de la sana regulación en especial para un sistema como el chileno. Éste se ha basado en la posibilidad de que todo tipo de actores de la sociedad civil puedan formar sus proyectos educativos propios en el marco de la ley, con motivos y finalidades expresamente diferentes a los estatales, así como también con una organización que se adecúe a éstos. Esta característica implica necesariamente una comprensión no paradigmática de la calidad: no hay una sola manera de ser una “buena universidad” o un “buen CFT”. De hecho, la calidad del sistema se evalúa en tanto éste refleja la diversidad de propósitos, misiones y sensibilidades de la misma sociedad. Por lo tanto, fijar criterios únicos de calidad, basados en una visión teórica de la universidad como lo hace este proyecto de ley es contrario a la visión de educación de calidad de nuestro sistema.
El proyecto de ley fuerza a todas las instituciones adherir a una lista de criterios arbitrarios, fijados por el gobierno de turno sin contrapesos. El sistema de acreditación termina siendo un mecanismo de licenciamiento cíclico, cuyos criterios serán básicamente la capacidad de las instituciones de asimilarse a un modelo único de calidad. Seguir este modelo no sólo será requisito para existir, dado que también condicionará el grado de autonomía de las instituciones.
Desde la desconfianza en la diversidad, hay un intento por homogeneizar el sistema universitario chileno. Si se agrega a esto el financiamiento mediante fijación de cupos y aranceles, y la supervigilancia de la Superintendencia, se concluye que el modelo de acreditación propuesto en el proyecto de ley vulnera gravemente la calidad del sistema en su conjunto, la diversidad de las instituciones y la libertad de enseñanza.