La crisis del Servicio Local de Educación de Atacama, cuyas escuelas llevan casi dos meses sin clases, ha logrado que la opinión pública vuelva a interesarse en el difícil proceso de desmunicipalización, que al parecer se creía resuelto con la aprobación de la respectiva ley a fines del Gobierno de la Presidenta Bachelet. Pero para quienes han seguido la implementación de esta política, Atacama es un caso de estudio en el cual es posible distinguir excepcionalidad (un caso en que todo salió mal), como también identificar los patrones comunes que también se observan en los otros 10 Servicios Locales, y que obedecen a problemas de diseño. Varias notas de prensa de este diario y otros han profundizado sobre lo anterior, por lo que no vale la pena insistir en ello.
Es de interés, llegados a este punto, reflexionar si el proceso de desmunicipalización debe retrotraerse, detenerse o continuar. Durante el gobierno anterior, la especial animadversión del Parlamento con la administración Piñera, así como la veneración casi religiosa por las reformas de Bachelet impidieron toda discusión. Quienes cuestionaran la desmunicipalización, la gratuidad o el sistema de admisión escolar eran motejados de herejes, profetas del caos, contrareformistas, y puestos a la cola para la hoguera de los supuestos mínimos civilizatorios. El hecho de que hoy los más conspicuos miembros de esta Santa Inquisición estén en el gobierno (Carlos Montes, quizás el más radical de todos) a cargo de su implementación nos ha traído de vuelta la libertad de opinión.
Si la ideología, en particular la fe ciega en el Estado central como solucionador de todos los problemas, nos trajo a este punto, el pragmatismo nos puede sacar a flote. Veamos.
Retrotraer el proceso no solo sería costoso, sino que ignoraría un diagnóstico compartido respecto de las deficiencias de la educación municipal (que vemos en Tiltil, por ejemplo). Basta decir que, antes de su traspaso, la educación escolar en Atacama sufría de problemas graves. La comuna de Tierra Amarilla, según datos de la Agencia de Calidad, contaba en conjunto con los establecimientos de peores resultados del país. Retroceder sería, además, poco serio. Si el país se compromete con legislación y recursos a un proyecto de cambio de largo plazo, retroceder ante los escollos es una manifestación de pusilanimidad y falta de voluntad inaceptable para un país serio.
Detener la reforma, por otra parte, tiene otros riesgos. Primero, es difícil que el sistema político, usualmente agobiado por una mezcla de urgencias y pugnas varias, le otorgue prioridad y tiempo a mejorar una reforma suspendida. Aplazar implica simplemente heredar un problema complejo a actores futuros que, probablemente, tampoco contarán con una bala de plata. Parafraseando al Presidente Barros Luco, este no será un problema que se resolverá solo. Además, la educación pública requiere ser priorizada con urgencia. Señal de esto es que el proyecto de Constitución Política que se votará en diciembre contiene una norma específica de educación pública, que le entrega al Estado una responsabilidad ineludible sobre el financiamiento y calidad de sus instituciones. No se puede esperar más.
En consecuencia, la opción más práctica a tomar es continuar la desmunicipalización, mientras al mismo tiempo se modifica profundamente la legislación vigente y se mejoran los procesos de traspaso, algo que ya está ocurriendo. Esto requiere que el gobierno convoque a distintos actores para trazar un diseño alternativo, y luego en base a ello concurra con un proyecto de ley robusto que no eluda los problemas más acuciantes de la desmunicipalización.