Escrita por Daniel Rodríguez, director ejecutivo de Acción Educar
El Ministerio de Educación presentó hace algunos días el plan de recuperación del sistema educativo que espera implementar para hacerse cargo de los efectos de la pandemia. Este era un anuncio muy esperado, pues debía enfrentar la catástrofe educacional de mayor alcance que el país haya conocido. Asimismo, había una importante atención que rodeaba a este plan porque la campaña presidencial recién pasada creó altas expectativas, principalmente insistiendo en el impacto socioemocional en los niños y criticando con dureza a la administración anterior por sus políticas frente a la pandemia en materia educacional. Vale la pena recordar que gran parte de las escuelas se mantuvieron cerradas durante un periodo muy extenso, y cuando fue posible hacer los esfuerzos para volver, el retorno se vio impedido por la resistencia obtusa de la directiva del Colegio de Profesores y la falta de compromiso y convicción de los alcaldes por compatibilizar el derecho a la educación con la seguridad de los niños.
Concentrémonos en un ejemplo específico del drama educacional que vivimos, pero que no alcanza siquiera a reflejar la verdadera dimensión de la catástrofe. Pensemos por un minuto en los cerca de 250.000 niños que estaban en 1ero básico en 2019. Los que estaban en colegios municipales sufrieron un paro de profesores que duró más de un mes, y tras volver por unas semanas, fueron nuevamente víctimas de quienes aprovecharon los desórdenes y protestas de octubre para sus propias agendas políticas, y las clases volvieron a suspenderse. Y luego vino la pandemia. En su mayoría, volvieron a ver las aulas en marzo de 2022, cursando ya cuarto básico. No sabremos cuántos de ellos saben leer, y no lo sabremos, pues la única herramienta que podría servir imperfectamente para algo así, el Simce, busca ser suspendido por el Ministerio.
Con esto en mente debe evaluarse la respuesta del gobierno. Y resulta que el plan propuesto es, lamentablemente, muy limitado. Su alcance es acotado: el plan de convivencia escolar solo aborda 60 comunas del país (no es claro cuáles) de las 346 existentes. Las tutorías – una estrategia que han favorecido otros países – llegará a 50.000 estudiantes de los más de 3 millones que tiene el sistema regular. Su financiamiento, 22.500 millones de pesos, es inverosímil: es menos que lo que el gobierno anterior gastó en insumos sanitarios en solo un semestre de la pandemia. Se puede alegar aquí falta de recursos frescos, pero esto no se condice con la insistencia del Ministerio de Educación en la condonación del CAE (que cuesta cerca de 387 veces más) o el pago de la llamada “deuda histórica”. El Ministerio de Educación y el de Hacienda pueden hacer reasignaciones presupuestarias, lo que no puede hacer es argumentar que no hay recursos para algo tan importante y urgente.
En su contenido, el plan aborda las áreas correctas, pero tras 60 días de gobierno, es más abundante la retórica que las medidas concretas. Se habla de “articular”, “fortalecer”, “permitir”, pero los medios concretos no se han transparentado. No hay forma de que la ciudadanía pueda evaluar la conveniencia de un plan si las medidas son tan abstractas. De hecho, el plan no considera ninguna forma de monitoreo del logro de sus objetivos.
Esto puede rectificarse, pero hay que partir por reorientar prioridades. La educación superior – a la cual el país le ha dedicado enormes recursos – y las agendas gremiales pueden esperar. La suspensión de las pruebas estandarizadas, Simce o la evaluación docente, también. De alguna forma se podrá calmar la ansiedad de los grupos de interés que presionan con tanta tenacidad. Pero en la recuperación del ambiente escolar, y de los aprendizajes, simplemente no se puede esperar más.