Columna en La Tercera: Sobre educación y democracia

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La semana pasada, circuló por las redes sociales un folleto digital del Servicio Electoral, titulado Guía del Estudiante, Plebiscito Constitucional 2022 dirigido a estudiantes de enseñanza básica y media. Hasta ahí, nada sorprende. Es de toda lógica que un servicio público que tiene a su cargo las elecciones democráticas de la nación colabore en la comprensión y participación de la democracia.

Desafortunadamente, el documento elaborado dio un paso más allá de la mera formación de los estudiantes y derechamente optó por predisponerlos frente a los posibles resultados del plebiscito de salida que votaremos el 4 de septiembre.

En efecto, la presentación del texto aludido señala “ninguna de las constituciones presentadas anteriormente fueron redactadas por una instancia elegida democráticamente, como la Convención Constitucional, ni aprobadas en un Plebiscito como el de 2022. Por eso, la redacción y aprobación de una nueva Constitución se conforma en un hecho histórico”. Así mismo, el juego interactivo incluido al final señala también: “Votar en el plebiscito para aprobar una oportunidad histórica”.

Sin duda, el proceso de la Convención Constitucional es un hecho histórico, como también lo han sido todas las constituciones que nos anteceden. No obstante, ¿por qué dar a entender que solo la aprobación constituiría un hecho histórico y no la mera manifestación de la ciudadanía en torno a aprobar o rechazar lo que un grupo de convencionales redactó en el plazo de un año? ¿Es menos válida la reflexión ciudadana si el resultado final conlleva no estar conforme con la propuesta de borrador?

Sin querer determinar si el Servel realizó actos de adoctrinamiento político a través de las escuelas -debate por lo demás zanjado por el borrador de la nueva Constitución al no contemplar la prohibición de orientación político partidista de la enseñanza reconocida oficialmente-, conviene preguntarse por el rol democrático de la educación, sobre todo de la impartida por el Estado.

Uno de los grandes argumentos que justifican la participación del Estado democrático en el ámbito educacional es la necesidad de poder formar a los futuros ciudadanos en la instrucción de valores políticos, actitudes y formas de comportamiento promotores de la democracia. A grandes rasgos, lo que el Estado debe intentar es enseñar las habilidades para deliberar sobre vías alternativas de vida política y personal, que pudiendo ser muy diversas, son igualmente válidas si tienen como centro el respeto de la persona humana.

En otras palabras, la educación no puede ser usada por el Estado para promover una única alternativa de vida buena o de buena sociedad, aun cuando se tenga pleno convencimiento de que se trata de la mejor vía, pues priva a quienes aún no han alcanzado la total madurez de decidir sobre sus propias ideas al respecto.

Un régimen democrático se sustenta en que no hay una única visión acerca de la buena sociedad, y para que una de estas visiones nos gobierne debe convencer a la mayoría de los ciudadanos de los beneficios que esto conlleva. Sin embargo, toda democracia es consciente de la inadmisibilidad del uso del poder político para estos fines, más aún cuando se trata de la educación que imparte el Estado.

Defender la democracia y sus instituciones requiere que la enseñanza democrática genere en los ciudadanos el consentimiento y la confianza de que, cualquiera sea el resultado, habiendo respeto de los derechos humanos y del proceso democrático, este es válido.

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