Por Raúl Figueroa, director ejecutivo de Acción Educar.
El programa de gobierno del presidente electo Sebastián Piñera tiene lineamientos claros en educación, que son consistentes con los ejes generales que se plantearon a la ciudadanía. Estos pueden resumirse en una confianza manifiesta en la sociedad civil y su aporte en todos los ámbitos públicos, en los que destaca la educación superior. Confiar en la libre iniciativa de las personas es compatible, por cierto, con un rol relevante y sólido del Estado, en particular respecto al acceso equitativo de los estudiantes, el resguardo de la fe pública y la protección de la autonomía y diversidad de las instituciones y del sistema en su conjunto.
El escenario en que el nuevo ministro asume la cartera es especialmente desafiante. Las reformas recientemente aprobadas cambian fuertemente el panorama en el cual se ha desarrollado históricamente la educación superior en el país. Aspectos como el financiamiento, la fiscalización, las nuevas regulaciones para las instituciones, la acreditación, los mecanismos de admisión, las composiciones de los grupos de poder como el CRUCh; sufren cambios muy relevantes. Implementar estas nuevas normativas con un sello propio, que sea compatible con las ideas del programa, es uno de los desafíos más complejos, pero sin duda uno de los más necesarios de la tarea del nuevo gobierno.
La reforma a la educación superior que promovió la actual administración se caracterizó por ser contraria a dar más iniciativa a la sociedad civil y por considerar al Estado como la única alternativa para la solución de los desafíos y necesidades del sistema. El proyecto que se presentó entregaba al aparato público el control de varios elementos del sistema de educación superior, tales como la admisión, las vacantes y aranceles, la administración provisional de instituciones en crisis, entre otros, además de establecer un marco regulatorio muy restrictivo. Sin embargo, tras la tramitación en el Congreso, en particular en el Senado, algunos de estos aspectos mejoraron considerablemente, y las nuevas estructuras e institucionalidad que crea – una nueva subsecretaría y una superintendencia – pasaron a ser compatibles con un sistema de educación superior libre y basado en la autonomía de las instituciones. En relación al proyecto que fortalece las universidades del Estado, aunque genera diferencias entre instituciones que no necesariamente se justifican a la hora de asignar recursos de todos los chilenos, al menos entrega un espacio de mejora o una solución definitiva a ciertos planteles públicos cuyos problemas sistémicos de calidad no han sido enfrentados con decisión.
El problema de mayor complejidad, que no pudo corregirse en el Senado, es sin duda la implementación de una política permanente de gratuidad. Entre las complicaciones a mediano plazo que esta política plantea, está la pérdida de calidad de las instituciones adscritas debido al desfinanciamiento sistemático al que la somete la regulación de aranceles de estudiantes gratuitos y no gratuitos. La fórmula actual de la gratuidad se ha aplicado durante apenas dos años, pero ya han trascendido en la prensa ciertos ejemplos de cómo se ha afectado la calidad de los proyectos que han adscrito, o como algunos de éstos han debido renunciar a iniciativas por falta de recursos. Es evidente que la gratuidad para el 60% de los estudiantes más vulnerables busca solucionar problemas de acceso, pero su diseño de política actual daña fuertemente a las instituciones, y disminuye la autonomía y diversidad del sistema en su conjunto. En esta materia, la tarea del ministerio debe ser asegurar que las consecuencias negativas que se han adelantado no se hagan realidad o sean menos pronunciadas, y se evite la pérdida de autonomía, la dependencia de las instituciones del fisco y la homogenización del sistema en base a un modelo único de financiamiento.