Por Raúl Figueroa, director ejecutivo de Acción Educar.
Las críticas al proyecto de ley sobre educación superior recién presentado se han hecho sentir transversalmente y es esperable que se profundicen a medida que su discusión avance y la ciudadanía se interiorice en sus detalles. Uno de los aspectos que no ha sido destacado con la suficiente fuerza ante la opinión pública y cuyos alcances no han sido evaluados en su total magnitud dice relación con la obligación que el proyecto impone a centros de formación técnica (CFT) e institutos profesionales (IP) de transformarse en organizaciones sin fines de lucro si quieren seguir recibiendo recursos públicos.
Es difícil argumentar que el cambio propuesto apunta a mejorar la calidad del sistema, considerando que del total de alumnos de la educación superior un 45% asiste a CFT o IP, y de ellos un 68% lo hace en alguna institución acreditada con fines de lucro. Asimismo, el debate sobre el lucro en las universidades tampoco es aplicable a las instituciones técnicas, toda vez que el rol que cumplen y el régimen jurídico que se les aplica son diferentes. En el caso de las universidades el lucro está prohibido, lo que justifica la discusión legislativa respecto de cómo mejorar los mecanismos para fiscalizar el cumplimiento de esa prohibición; pero distinto es el caso de los CFT e IP, ya que la ley vigente permite expresamente que se organicen como sociedades comerciales, por lo que en su caso no existe ninguna prohibición que controlar.
Incluso en el aspecto de fondo, esto es si conviene o no que las instituciones de educación superior tengan fines de lucro, la distinción entre universidades e instituciones técnicas es necesaria. Hay quienes afirman que la investigación que realizan las universidades es incompatible con los incentivos que implica el ánimo de obtener utilidades, pero lo que es innegable es que lo característico de la formación técnica es la incorporación eficaz al mundo del trabajo y que para ello la investigación no juega un rol esencial, por lo que ese argumento, aunque discutible, debe también descartarse en este caso.
Si el cambio que se propone tiene dudosos efectos positivos para el sistema educacional, sus consecuencias en otros ámbitos distintos a la educación son también graves. Aunque se supone que la transformación es voluntaria para las instituciones, dado que sería solo un requisito para acceder a fondos públicos, se debe tener presente que es a este nivel de educación al que asisten la mayoría de los alumnos vulnerables del sistema, y que lo hacen gracias a las ayudas financieras que el Estado entrega para poder estudiar. Lo anterior implica que los IP y CFT que quieran mantener a sus estudiantes, están obligados a transformarse si pretenden seguir siendo una opción para jóvenes de menos ingresos.
Ahora bien, los proyectos de ley en trámite no establecen ningún mecanismo de compensación para quienes pasen de ser sociedades comerciales a personas jurídicas sin fines de lucro, lo que implica que todo lo legítimamente invertido se pierde. Los derechos sociales que una persona tenga en una institución técnica de educación superior, que implican un valor patrimonial y la posibilidad de retirar utilidades desaparecen, pasando a ser derechos políticos en una corporación o fundación sin fines de lucro. Se trata de un cambio en las condiciones que evidentemente afecta el derecho de propiedad y que agrega otro factor de incertidumbre respecto del reconocimiento que las autoridades asignan a la libertad de emprender, que nuestra Constitución resguarda y que ha permitido el desarrollo de un país libre y próspero.