Por Raúl Figueroa, director ejecutivo de Acción Educar.
Por segunda vez en menos de un año el gobierno se ha visto en la necesidad de enviar un proyecto de ley para corregir algunos de los problemas generados por la llamada ley de inclusión escolar. En paralelo, senadores de la Nueva Mayoría presentaron otro proyecto con el propósito de evitar los inconvenientes que se generarán si los colegios particulares subvencionados no logran adecuarse antes del 31 de diciembre a las nuevas exigencias impuestas, específicamente la obligación de transformarse en personas jurídicas sin fines de lucro.
Consecuencia de los cambios normativos que afectan el sistema escolar, abunda el desconcierto y la preocupación entre los sostenedores de colegios subvencionados, lo que obviamente se transmite a los profesores y alumnos. Lamentablemente, la principal preocupación en esos colegios ha pasado a ser cómo cumplir con requisitos administrativos de dudoso impacto, quedando en un segundo plano los aspectos netamente pedagógicos que inciden en la mejora de los aprendizajes.
Durante la discusión de la ley de inclusión fuimos varios quienes advertimos sus falencias y las dificultades que traería su implementación. El Ejecutivo y los parlamentarios que apoyaron la iniciativa hicieron caso omiso de las críticas y, sabiendo o debiendo saber, aprobaron una ley evidentemente defectuosa.
Todo esto nos lleva a reflexionar respecto de la importancia de ser más rigurosos en el diseño de las políticas públicas, cuestión en la que Chile tenía una cierta tradición que lamentablemente se ha ido perdiendo. Cuestiones básicas como un diagnóstico certero, objetivos claros, instrumentos adecuados y simples de implementar constituyen un mínimo para asegurar el éxito de cualquier política. En el caso de la ley de inclusión, vemos como en mayor o menor medida ninguno de estos elementos está presente.
El diagnóstico que sirvió de base a la ley desconoció los avances de nuestro sistema escolar, logrados gracias al esfuerzo continuo de gobiernos de todas las tendencias políticas. Si bien los objetivos declarados eran mayor calidad, inclusión y acceso, los instrumentos escogidos apuntan en una dirección contraria; en efecto, no hay nada que permita avizorar que los aprendizajes mejorarán gracias a esta reforma, pero sí vemos cómo en algunos casos el sistema se segregará aún más y la diversidad de proyectos se verá limitada, restringiendo en lugar de ampliar las oportunidades de elección de las familias. En cuanto a la implementación, los continuos parches legislativos demuestran que está lejos de ser exitosa.
La ley de inclusión fue la primera de las reformas educativas de este gobierno, pero no es la única. Durante su tramitación, la desmunicipalización y, en particular, la reforma a la educación superior, han mostrado un patrón similar: impronta ideológica muy fuerte, poca comprensión y conocimiento del funcionamiento del sistema, prohibiciones desproporcionadas y una confianza ciega en que la calidad de la educación mejorará bajo la tutela del Estado. Es probable que sigamos viendo, en lo que queda de esta administración, más arreglos parciales a leyes que desde su origen nunca tuvieron mucho que ver con las necesidades del sistema educativo ni del país.