Por Raúl Figueroa, director ejecutivo de Acción Educar.
La sencilla, pero aguda pregunta que el presidente de la Comisión de Educación del Senado le hizo a la ministra del ramo, dejó en evidencia los serios problemas que tiene la reforma a la educación superior que impulsa el Ejecutivo. Fue al término de una de las tantas sesiones donde se escucha la opinión de expertos e interesados en la iniciativa en que, con algo de desazón, el senador Ignacio Walker preguntó a la ministra: ¿Qué hacemos con este proyecto? La verdad es que, a estas alturas del debate educacional, son muchos los que se preguntan lo mismo.
Hay que reconocer que no es fácil para un senador democratacristiano escuchar una y otra vez las mismas críticas y verse en la obligación de apoyar una iniciativa emblemática de la coalición de gobierno (o de lo que queda de ella). La dificultad aumenta si consideramos que las observaciones provienen de un público tan transversal que incluye a camaradas de partido que en otro tiempo estuvieron a cargo de la cartera de Educación, y que tienen como foco la afectación de la libertad de enseñanza, la autonomía universitaria o la justicia en el gasto público.
Existe un amplio consenso a estas alturas que el diagnóstico que sirvió de base para la elaboración de la reforma no fue el apropiado; el gobierno ha desconocido las características de nuestro sistema educacional y no ha valorado adecuadamente sus logros. Tampoco hay duda de que desconocer la realidad y fundarse en un diagnóstico errado es una receta infalible para el fracaso de cualquier política pública.
El proyecto de ley, además de errar en el análisis de la realidad, se basa en la desconfianza y pretende, sobre la vía de regulaciones y prohibiciones excesivas, tomar el control de cuestiones que corresponde decidir a las propias instituciones de educación superior. Establece un nuevo sistema de financiamiento basado en el control de precios y vacantes que afecta la calidad y la diversidad del sistema y, por sobre todo, hipoteca el desarrollo futuro de la educación superior chilena. En un mundo en permanente cambio, nuestras instituciones se estancarán y el sistema tenderá a la mediocridad.
A los problemas de política pública se agregan los aspectos constitucionales que venían anticipándose luego de la votación en la Cámara de Diputados y que ahora toman fuerza. El profesor de Derecho Constitucional Patricio Zapata concluye en un informe que el proyecto de ley tiene problemas generales y específicos de constitucionalidad. Respecto de los problemas generales, advierte, en primer lugar, de una visión empobrecida y legalista de la autonomía universitaria, que resulta contraria a lo que establece la Constitución. En segundo lugar, reconoce que la visión del sistema de educación superior, que se deriva del articulado que el proyecto propone, choca frontalmente con el reconocimiento constitucional de la libertad de enseñanza y la autonomía universitaria. En relación a los problemas específicos, apunta a la existencia de condiciones inconstitucionales para que las instituciones de educación superior accedan al financiamiento, y a problemas de constitucionalidad en los requisitos que se establecen para integrar el CRUCH, el sistema único de acceso, las atribuciones de la Superintendencia que resultan desproporcionadas y los cambios al sistema de aseguramiento de calidad que vuelve irrelevante el reconocimiento oficial y la autonomía de las instituciones. Otros constitucionalistas han apuntado a los problemas de constitucionalidad de la gratuidad universal, que derivan del hecho de que se dispone del gasto futuro privando a futuras administraciones de esa facultad.
La respuesta a la legítima pregunta del senador Walker es simple a estas alturas. El proyecto de ley debe rediseñarse en su esencia, para hacerlo coherente con la libertad y diversidad de nuestro sistema y contribuir así a afrontar cabalmente los desafíos futuros de nuestra educación superior.