A propósito de la manifestación de los estudiantes de Arquitectura de la U. de Chile, “El Mercurio” invitó a siete académicos a discutir sobre las aristas que abrió el caso, desde jóvenes que se frustran rápido hasta instituciones a las que les cuesta flexibilizar el currículum.
El jueves, mientras en la calle amainaban los clamores de la primera marcha estudiantil del año, un grupo de siete académicos, especialistas en educación reunidos en “El Mercurio”, debatía sobre los desafíos que estos mismos alumnos representan para la educación superior chilena.
Jóvenes que con pancartas en mano se plantan en el frontis de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Chile clamando por lo que consideran una sobrecarga académica que golpea su salud mental. Una protesta que revolucionó las redes sociales y movió de inmediato a las casas de estudio a responder.
“Son estudiantes capaces de cambiar la agenda pública, y eso no es política partidista”, dice Rosa Devés, vicerrectora de asuntos académicos de la U. de Chile. Una generación “más compleja”, agrega Soledad Arellano, vicerrectora académica de la U. Adolfo Ibáñez, “con intereses mucho más diversos, pero con el problema de una baja tolerancia a la frustración”.
¿Qué hay en lo profundo de estas demandas? ¿Qué están haciendo las universidades para acogerlas? Eso y más fue lo que respondieron, junto a ambas académicas, Sergio Urzúa, profesor de la U. de Maryland e investigador de Clapes UC; Juan Agustín Larraín, vicerrector académico de la U. Católica; Paula Manríquez, vicerrectora de pregrado de la U. de Talca; Susana Claro, académica de la Escuela de Gobierno UC, y Magdalena Vergara, directora ejecutiva de Acción Educar.
Todos están más que conscientes de los problemas que enfrentan sus alumnos al entrar a la universidad, los que asumen con distintas iniciativas de ayuda y acogida según sus objetivos. Pero también concuerdan en que, a pesar de las quejas de algunos alumnos, bajar el nivel de exigencia no es una opción.
“Cuando se discute si exigimos mucho o poco, es importante recordar que nosotros tenemos un compromiso ético con la sociedad de decir que la persona que recibe un diploma de nuestra parte cumple con ciertos atributos”, plantea Juan Larraín. Lo respalda Soledad Arellano: “Cuando firmamos un diploma estamos certificando que hay un proceso de formación detrás, que el egresado cumple con determinadas competencias, que se alcanzaron determinados resultados de aprendizaje. Y a eso como universidades no podemos renunciar”.
Base temblorosa
El desafío es mantener el estándar profesional, al mismo tiempo que las instituciones de educación superior se acostumbran a un universo de jóvenes mucho más diverso.
“Los estudiantes efectivamente son distintos. Y nos alegramos de que así sea, porque tenemos un compromiso con la equidad y la inclusión que nos parece muy importante”, indica Rosa Devés respecto a la heterogeneidad de sus matriculados. “El 46% de los estudiantes de la U. de Chile son primera generación de universitarios. Son estudiantes de tremendo esfuerzo, de familias que no tienen la experiencia”.
El problema es que esta mayor apertura supone alumnos que no llegan con una base suficientemente sólida.
“Todas las instituciones tenemos programas de acompañamiento; si los estudiantes no vinieran con carencias, no los tendríamos y sería súper simple. Hace unos años no había programas de acompañamiento porque la calidad era bastante homogénea”, dice Paula Manríquez en referencia a las tutorías y planes de nivelación que han implementado las universidades.
“Muchos se pueden preguntar para qué abrimos esos mecanismos de admisión que hacen que entren jóvenes que tienen más dificultades. Bueno, eso se hace con el convencimiento de que hoy día una universidad que no es diversa, no es excelente”, indica Larraín.
La mayor heterogeneidad no es el único cambio que viven las universidades. Los alumnos a los que enseñan están más conscientes de sus derechos, tienen otras metas además de obtener un título profesional -emprender o viajar, ejemplifica Manríquez- y priorizan su salud mental. Sin embargo, a eso se suma, dicen, una baja tolerancia a la frustración y a que son malos para la autogestión.
Esto último, analizan, puede tener que ver con la falta de continuidad que existe entre la educación escolar y la universitaria.
“A la educación media se le suele asociar con la PSU, pero no ha habido un esfuerzo o una política que diga cómo preparamos a los alumnos de educación media para ingresar a la universidad, cómo podemos fortalecer esto de la autogestión e ir preparando a los estudiantes para el tipo de evaluaciones que ahí se hacen, para los métodos de enseñanza”, dice Magdalena Vergara. Y advierte que la educación media ha sido dejada de lado en los últimos años, opinión con que la mayoría concuerda.
¿Para qué el esfuerzo?
Otro pendiente, lanza Juan Larraín, es reforzar el propósito de los estudios superiores. “Donde estamos fallando es que los estudiantes no le encuentran sentido a tener que pasar por cierto proceso para cumplir con una meta. Ahí es donde creo que existe algo sociológico, en que como sociedad estamos fallando; tendrá que ver con el consumismo, con cuál es el sentido del esfuerzo”.
Reforzar el propósito es esencial, cree Susana Claro. “Que los jóvenes se pregunten para qué estoy haciendo todo este sacrificio, me la podré o no me la podré. No están convencidos de que puedan desarrollar su habilidad, no tienen autogestión y puede que sientan que no pertenecen, porque en las universidades no tienen esta cercanía que tenían con su profesor de colegio”.
La falta de cercanía es un mea culpa de las instituciones. Por eso admiten que entre sus metas está conectar más a los profesores con sus estudiantes.
“Se trata de que el académico converse, se conecte, entienda los desafíos de sus alumnos. Y eso requiere una institución distinta, hay que transformarla”, dice Rosa Devés. Para muestra, entrega un ejemplo: estudiantes que viven a dos horas en micro del lugar donde estudian: ¿qué tan lógico es que su profesor le pida levantarse antes si no conocen sus circunstancias?, se pregunta.
La mayoría de las universidades hoy hace encuestas a sus alumnos al ingresar. Desde datos familiares hasta cuánto tiempo dedican a cada ramo.
Para Soledad Arellano, la forma en que se les entrega información también es un factor importante. Hay que ser concretos, dice. “En los temarios de primer año estamos poniendo cuánto debería dedicar la persona a leer para pasar un curso”, ejemplifica.
La UC, por su parte, instauró un sistema en el que todos los estudiantes con promedio bajo 4,0 reciben un correo que les advierte que están en alerta académica. De forma explícita, les plantean que lo conveniente es “hablar con la persona que corresponda en la facultad para establecer un plan de estudios”, dice Larraín. Y a cada uno se le hace un seguimiento. Solo en caso de una segunda alerta, se le informa al sostenedor.
Nuevas metodologías
De vuelta a los mea culpa , las instituciones reconocen que falta mayor rapidez para evaluar los distintos cambios que se aplican, así como darse el tiempo para analizar opciones más radicales.
“En Estados Unidos se entra a un college primero y luego las personas se especializan. Eso podría ayudar a que la presión que siente un alumno al ingresar a la carrera no sea una presión asociada a la idea de que aquí se están jugando la vida”, dice Magdalena Vergara.
Otro reto es flexibilizar el currículum e incorporar nuevas metodologías de aprendizaje. “En el desafío de formar profesionales para el nuevo milenio, no es posible desconocer las nuevas responsabilidades de los profesores. Más allá de los problemas de expectativas y preparación académica de los jóvenes, es natural y racional querer educarse anticipando un mercado laboral más global y complejo. La evidencia demuestra que las habilidades que se requieren para eso son distintas a las de hace una década. Entonces un estudiante puede perfectamente preguntarse: si mi esperanza de vida es de 85 o 90 años, ¿me están a los 19-20 años entregando las herramientas para reinventarme varias veces?”, comenta Sergio Urzúa.
“La comunidad académica tiene que estar dispuesta a adaptarse constantemente. En el mundo desarrollado, es muy común que los profesores tengan un continuo entrenamiento respecto de las nuevas prácticas educativas en donde potenciar y formar habilidades blandas está siendo un factor esencial”.
Y es en el área de los académicos que la UC, dice Juan Larraín, tiene un gran desafío. “En una universidad como la nuestra, la gran tensión y autocrítica es cómo balanceamos la importancia de la docencia con la investigación y el vínculo con la sociedad. La tendencia mundial ha sido robustecer la investigación, y eso ha debilitado nuestro rol con la docencia. Estamos trabajando en equilibrar ambos, algo que están haciendo también en el extranjero”.