A principios de año, el Ministerio de Educación anunció a los establecimientos escolares la eliminación del SIMCE de segundo básico, el cual mide las habilidades de lectura de los estudiantes. Sin embargo, la prueba se mantiene y será rendida en octubre por los escolares de dicho nivel. ¿Qué sucedió? El gobierno anunció precipitadamente un asunto que, para implementarse, debía ser aprobado primero por el Consejo Nacional de Educación (CNED), institución autónoma y de composición transversal que está llamada a velar de manera prioritaria por la calidad de la educación.
La semana pasada el CNED rechazó por segunda vez la solicitud del Mineduc respecto a la eliminación de esta prueba con argumentos contundentes, resaltando “la importancia que tiene la generación de información temprana sobre los aprendizajes de los estudiantes, ya que ésta permite caracterizar a todos los estudiantes del sistema, promover mejoras al interior de las escuelas, e informar inversiones educativas tempranas que tengan un alto retorno social y aporten a la equidad, al impactar especialmente en aquellos estudiantes de estrato socioeconómico más bajo. En este sentido, la evidencia señala que es en los primeros años escolares donde se generan las brechas de aprendizaje, por lo que es muy necesario tener información pertinente para implementar medidas correctivas o de apoyo a las escuelas”.
El Consejo Nacional de Educación es pieza fundamental de la institucionalidad vigente que fue fortalecida tras la Ley General de Educación de 2009 y que opera como necesario contrapeso a ciertas decisiones del Ministerio de Educación, para resguardar que éstas sean consensuadas y fruto de una adecuada reflexión, y poniendo siempre los objetivos educacionales por delante de cualquier interés político.
Esta lógica, que entiende que para mejorar la calidad de la educación se debe avanzar sobre la base de un conjunto de políticas públicas sustentadas en el conocimiento del sistema, en la evidencia y en consensos que aseguren su estabilidad, es la que debiera primar siempre en la construcción de políticas educacionales.
Lamentablemente, el modo en que se han impulsado ciertas medidas se ha caracterizado por insistir en cambios estructurales a todo nivel y haciendo caso omiso a las críticas, alejándonos de la reflexión necesaria que exige la discusión educacional.
En educación superior ha sido transversal el rechazo a los lineamientos que el gobierno ha entregado sobre la reforma que pretende presentar. La gratuidad universal, que financiará a ricos y pobres en vez de focalizar los recursos y que implica una fijación de cupos y aranceles, es una política que contradice la evidencia y genera constantes críticas desde todos los sectores: rectores de universidades e instituciones técnicas, académicos, parlamentarios de oposición y pertenecientes a la Nueva Mayoría, estudiantes y la ciudadanía en general. Es una reforma que va a contracorriente de toda tendencia mundial, que afecta la calidad y que pretende regular la educación superior chilena de manera similar a como se tratan monopolios naturales y servicios homogéneos como el sanitario y eléctrico, que difieren absolutamente de la diversidad del sistema educacional. A pesar de ello, desde el gobierno se sigue planteando que esta reforma es “sin renuncia”. Se pretende enviar en septiembre un proyecto para reformar estructuralmente la educación superior, el cual estará basado en un documento que recientemente difundió el Ministerio de Educación (“Bases para una reforma al sistema nacional de educación superior”) y que sólo ha recibido críticas desde su publicación, entre las que se incluyen las observaciones del Consejo Nacional de Educación.
Es de esperar que prime un debate real, donde el escuchar opiniones distintas no sólo sea un acto de formalidad sin mayores consecuencias sino un paso fundamental para diseñar las reformas.