Por Daniel Rodríguez, investigador de Acción Educar.
Un “trato preferente” a las universidades del Estado es parte de las promesas que este gobierno ha querido materializar, en el marco de la reforma a la educación superior, en una ley que actualmente se tramita en la Cámara de Diputados. Hasta el momento, la discusión se ha centrado en las formas de presión algo destempladas de algunos rectores y decanos para hacer llegar sus demandas –uno de los más conspicuos habló de “jugar a la revolución”- y, en menor medida, de las quejas de los funcionarios de las universidades de propiedad estatal. El Ministerio de Educación no demoró en dar solución a dichas demandas con indicaciones (con una premura solo conocida en periodo electoral), pero en el proceso, lamentablemente, se ha distorsionado un proyecto que pasó de ser una iniciativa medianamente razonable a convertirse en un pequeño delirio revolucionario.
La forma de gobierno de las universidades estatales, esto es, la configuración básica según la cual se toman decisiones administrativas, financieras y académicas clave en estas instituciones, debe basarse en el equilibrio entre las distintas partes interesadas con la finalidad de que se busque el bien superior de la institución. Estos actores son, por nombrar los más relevantes: el gobierno, los académicos, la administración, los estudiantes, los exalumnos y la comunidad con la que se vincula. Lo fundamental para materializar la autonomía de la institución es que ninguno de los actores precedentes pueda tomar el control total del devenir de la universidad para su propio interés, sino que deba lograr algún grado de acuerdo. Además, es sano para la institución que en su conducción participen personas externas que puedan aportar visiones nuevas y no influidas por pequeños grupos de interés interno que suelen capturar las instituciones públicas. Sin perjuicio de lo anterior, la opinión de algunos miembros es más relevante dependiendo del tema: es de toda conveniencia que los profesores tengan mayor influencia sobre temas académicos, y no tanta sobre temas de administración funcionaria, por ejemplo.
El proyecto de ley de universidades estatales original incluía una configuración del poder razonable en el órgano superior de la institución (denominado “Consejo Superior”), que incluía en igual medida representantes del Presidente de la República (3 miembros) y académicos (3 miembros), dos representantes totalmente externos a la universidad, más el rector. Tras la presión de los rectores del CUECH, el número de representantes académicos se amplió a cuatro, se redujeron los representantes externos a solo uno, el que, paradójicamente, ahora debe ser nombrado por los académicos, funcionarios y estudiantes. Esta nueva organización permite, en la práctica, la captura de la institución en temas como financiamiento, plan de desarrollo, estatutos y presupuestos por parte de los académicos, y en menor grado, por estudiantes y funcionarios. Si antes, para aprobar el presupuesto se requería convencer a tres miembros externos a la universidad, los que eran una garantía de imparcialidad, criterio de realidad y buen uso de los recursos públicos, ahora se requiere convencer a solo uno. ¿Por qué debieran todos los chilenos sostener y financiar una institución conducida por y para un grupo particular de interesados? Si no se aseguran los equilibrios de poder que evitan arbitrariedad y captura, las universidades estatales serán todo menos públicas.
Sin embargo, donde el proyecto empeora gravemente es en la constitución del “Consejo Universitario”. Originalmente este órgano, bajo el control de los académicos, tenía por objetivo hacer llegar al rector las preocupaciones de los distintos estamentos internos de la institución. Las atribuciones de este órgano serían definidas autónomamente por cada institución. Sin embargo, las presiones a las que ha cedido el gobierno han implicado cambios en la dirección contraria: se le entregan amplias atribuciones para elaborar modificaciones a los estatutos y al plan de desarrollo (que consecuentemente se le quitan al rector, debilitándolo innecesariamente), además de entregarle el control de 55% de los miembros del más alto órgano de administración (el Consejo Superior).
En pocas palabras, el Ministerio propone un modelo que promueve lo que se ha llamado “triestamentalidad”, esto es, la captura de la universidad por parte de académicos, estudiantes y funcionarios. Este modelo es solo implementado por un puñado de universidades estatales de la región -con poco éxito- y por ninguna de clase mundial. Lo que ha demostrado su aplicación en Chile (aunque bastante moderada en el caso de la Universidad de Chile) es una creciente burocratización, el permanente conflicto de interés, la imposibilidad de gestionar eficientemente en razón del constante desacuerdo, y las luchas intestinas por cuotas de poder. Nada que nos haga particularmente falta.
Cuesta ver qué pudo haber motivado al gobierno a degradar el proyecto de universidades de estatales de esta manera. Es necesario que el Ministerio de Educación vuelva a reflexionar sobre si es pertinente obedecer ciegamente, en los descuentos, a quienes lo han hecho fracasar desde el inicio.