Por Raúl Figueroa, director ejecutivo de Acción Educar.
En términos simples, la existencia de distintas personas y entidades que se vinculan y relacionan para el logro de un objetivo común constituye un sistema. Si lo que se busca es potenciar al máximo las capacidades de cada persona, permitiéndoles el acceso a nuevas oportunidades y su desenvolvimiento libre en sociedad, hablamos del sistema educacional.
La familia, la escuela, los alumnos, sus profesores y el Estado, entre otros, tienen roles distintos e insustituibles, que se entrelazan pero que no deben confundirse para el adecuado funcionamiento de este sistema. Se debe tener conciencia que cada uno cumple una función determinada y reconocer que sin ese aporte difícilmente se alcanzarán sus objetivos.
En ese sentido, la confianza es un elemento esencial y al Estado corresponde especialmente contribuir para que no se pierda. Lamentablemente, la tendencia en los últimos años ha sido la contraria y tanto el discurso como las políticas de este gobierno son una clara señal de ello. Ha primado la desconfianza y, paulatinamente, el desconcierto se impone por sobre la claridad que se necesita para que cada miembro del sistema pueda cumplir a cabalidad su función. Mientras las escuelas necesitan autonomía para poder llevar adelante sus proyectos educativos, la respuesta del gobierno ha sido un cada vez más rígido marco normativo, acompañado de una maraña burocrática y una fiscalización obsesiva.
La preocupación por la forma en que un colegio está jurídicamente organizado pasó a ser más relevante que los resultados de aprendizaje de sus alumnos y se han impuesto obligaciones absurdas como adquirir el inmueble donde hoy funcionan, en circunstancias que lo podrían seguir arrendando incluso a un menor precio. Los sostenedores de establecimientos educacionales parecen ser un contrincante, más que un aliado. La decisión del gobierno de congelar el incremento del aporte adicional que reciben los colegios gratuitos es una muestra más de cómo las confianzas se han debilitado. La necesidad de impulsar una agenda política (el incremento de la gratuidad en educación superior) hizo que importara poco que los recursos estuviesen comprometidos en una ley permanente y que el Estado deba asegurar su disponibilidad.
Tampoco pareció importar que los colegios que renunciaron al financiamiento compartido lo hicieron confiando en que la ley que dispuso la compensación de esos recursos efectivamente se cumpliría. Sabemos que la confianza demora años en construirse y que, una vez perdida, cuesta mucho recomponerla. Aunque cada vez más dispersas, las piezas de nuestro sistema educacional basado en la libertad, la autonomía y la diversidad de proyectos aún están disponibles y el Estado deberá generar las condiciones para que recuperar la senda sea posible. Ese será el principal esfuerzo del próximo gobierno.