El reciente fallo del Tribunal Constitucional sobre la glosa presupuestaria de gratuidad dejó de manifiesto las negativas consecuencias de insistir en políticas mal diseñadas y poco discutidas, confirmando el principio de la no discriminación arbitraria como un elemento básico de toda política pública.
Ante la necesidad de adecuar la política de gratuidad para el 2016 al estándar constitucional, el Ejecutivo presentó un proyecto de “ley corta” que mantiene el mismo diseño y hace extensiva la incertidumbre a otras instituciones. Se insiste en la fijación de aranceles para las instituciones de educación superior que adhieran a la política de gratuidad y en el reemplazo de las becas para un grupo de estudiantes por aportes directos a esas instituciones, lo que genera déficits financieros que atentan contra la calidad del sistema y vulnera la autonomía universitaria necesaria para asegurar la existencia de proyectos diversos.
Si el objetivo es facilitar el acceso a la educación superior de los jóvenes más vulnerables, sin discriminar arbitrariamente y mediante un mecanismo que asegure una adecuada implementación, las becas constituyen una mejor alternativa. Se trata de un instrumento que reconoce la libertad de los individuos, no hace diferencias entre estudiantes para su asignación, permite incorporar exigencias de calidad a las instituciones, se focaliza en quienes más lo necesitan, se asocia al mérito de quienes acceden a ella y, con el adecuado financiamiento, permite romper las barreras económicas que dificultan el acceso a la educación superior.
La discriminación evidente era uno de los inconvenientes de la política de gratuidad que el Tribunal Constitucional supo corregir, pero no el único. La sentencia del Tribunal se presentaba como una gran oportunidad para corregirla, que lamentablemente se ha desaprovechado manteniéndose un diseño inapropiado.