Por Daniel Rodríguez, investigador de Acción Educar.
La publicación de los resultados de la PSU viene usualmente acompañada de una multiplicidad de críticas, no siempre bien enfocadas. Las brechas entre establecimientos públicos y privados, las diferencias entre hombres y mujeres los bajos puntajes de los estudiantes de liceos técnico-profesionales, entre otros; son un espejo que muestra de manera cruda las falencias del sistema educacional, pero no necesariamente de la prueba.
Así, esta fiebre estacional genera un incentivo político importante sobre algunos actores de la discusión pública por “subirse al carro” de la indignación y hacer propuestas cuyos objetivos no tienen nada que ver con los problemas del test.
La iniciativa más común es la eliminación de la PSU. Dentro de esta idea, como el caballo de Troya, se esconde el objetivo de suprimir el concepto mismo de selección en educación superior. Esto último no es adecuado para nuestro sistema, que requiere de mecanismos eficientes para identificar a quienes cuentan con las competencias para aprovechar mejor los cuantiosos recursos que la sociedad pone a disposición para formar a sus profesionales. Lo que debemos asegurar, y no lo conseguimos, es que la prueba mida el mérito académico, y no el nivel socioeconómico.
La segunda propuesta que se suele oír es la aparente necesidad de transferir el diseño y administración del sistema de admisión al Ministerio de Educación. Pero si se valora la diversidad de proyectos educativos y la autonomía de las universidades, es preferible que sean éstas las que administren, de manera conjunta o separadamente, su sistema de admisión. El rol del Estado debiera limitarse a asegurar que este no discrimine arbitrariamente y cumpla con criterios de transparencia.