Columna El Mostrador: “Trato preferente” y captura de las universidades del Estado

Por Daniel Rodríguez, investigador de Acción Educar. 

Durante sus dos primeros años, el Gobierno ha impulsado una serie de cambios al sistema de educación superior de Chile. A la fecha, la actividad legislativa se ha centrado en el primer paso hacia una política de gratuidad universal, pero también en la creación de dos nuevas universidades estatales en las regiones de Aysén y O’Higgins y Centros de Formación Técnica estatales en todas las regiones. En los casos mencionados, las políticas han buscado llevar a la práctica un “trato preferente” del Estado a las universidades de su propiedad. Estos cambios, aunque puntuales, han dado pie a una serie de interrogantes sobre la institucionalidad que son centrales para asegurar la calidad de la educación superior y el buen uso de los recursos públicos. Asumiendo que los próximos pasos en la gratuidad involucrarán cada vez mayores aportes directos a las universidades del Estado, es conveniente preguntarse si la estructura de gobernanza es la más adecuada para los desafíos futuros.

La actividad de una universidad estatal afecta e involucra a una multiplicidad de actores. Además de la comunidad universitaria compuesta por los académicos, los estudiantes y los funcionarios, debe considerarse a las comunidades locales, los agentes económicos y la sociedad civil. En otras palabras, son diversos los contribuyentes y beneficiarios de los bienes públicos y privados que genera la universidad, lo que presenta desafíos al momento de diseñar una forma de organización y gobierno.

Las universidades estatales debieran ser gobernadas de forma autónoma del Gobierno, y con una participación relevante de la comunidad que la rodea. Sin embargo, la gobernanza de las universidades estatales chilenas que se deriva de su estatuto orgánico, que está definido por ley, no tiene dichas características. De la revisión del marco legal y de los estatutos, se observa que en ellas predomina casi sin balance el poder de los académicos por sobre grupos externos y, por cierto, por sobre otros miembros de la comunidad universitaria –algo que también notan Peña y Brunner (2011) y Bernasconi (2015)–. Otros críticos de esta forma de gobierno proponen que las universidades estatales deben ser cogobernadas en igualdad de condiciones entre académicos, estudiantes y funcionarios no académicos, lo que se ha denominado “triestamentalidad”.

Lo problemático de la situación actual, y de la propuesta de triestamentalidad, por cierto, es que asume una visión cerrada y excesivamente “hacia adentro” de la universidad estatal. El hecho de que sea una institución de propiedad del Estado, en un contexto democrático, hace fundamental que su conducción no sea capturada por grupos de interés específicos. Los perjuicios de esto son variados: la desnaturalización de la función educativa y académica de la universidad, una creciente desconexión con el medio que las rodea, la magnificación de conflictos internos por cuotas de poder, el abandono de la misión institucional y, finalmente, la transformación de la universidad en una plataforma para la figuración política de grupos de interés internos (rectores y líderes estudiantiles, principalmente).

¿Qué ocurre respecto de participación de otros grupos internos? Existe cierta homogeneidad en la presencia de estudiantes y/o funcionarios en los gobiernos universitarios. Sin embargo, el peso que tienen estos estamentos en las decisiones es considerablemente menor al que gozan los directivos externos designados y los académicos (algo que las hace más similares a la Universidad de Chile). De las universidades prestigiosas de América, solo la Universidad Nacional Autónoma de México tiene una representación estudiantil que se acerca a un tercio.¿Debe ser esto necesariamente así? Las universidades estatales prestigiosas en América, tales como la Universidad de California, la Universidad de Texas, la Universidad de Michigan o incluso la Universidad de Buenos Aires (UBA), tienen en sus órganos directivos superiores a miembros que no pertenecen a los grupos internos de la universidad. Por ejemplo, la UBA incluye a sus ex alumnos, y las universidades norteamericanas incluyen a actores de origen muy variado –representantes del mundo escolar, fuerzas armadas, ex representantes políticos o funcionarios de gobierno, líderes religiosos–, todos externos a los intereses de los estamentos de la universidad. Estas estrategias logran combinar el resguardo de la función pública y académica y, a la vez, contrapesar el poder de grupos internos mediante la participación de la comunidad en general.

El “trato preferente” no puede ser un privilegio de derecho propio, sino un reconocimiento a una función particular, que hoy las universidades estatales no necesariamente cumplen. A diferencia de las privadas, cuyo control depende de la entrega de recursos públicos, las universidades estatales deben mantener un estándar mayor en términos de transparencia, inclusión y gobernanza al que cumplen hoy.

Ante el prospecto de mayor financiamiento basal de las universidades estatales y de “trato preferente”, se hace fundamental que estas respondan de forma más clara a las demandas y necesidades de su entorno, en especial los empleadores, el mundo productivo, ex alumnos y la sociedad civil, y menos a los intereses internos de académicos, estudiantes y funcionarios. Una revisión de la experiencia de algunas universidades estatales en el mundo muestra que las chilenas deben avanzar decididamente a integrar actores externos y limitar su captura por los estamentos internos. El desarrollo de los estatutos de las recientemente creadas Universidades de Aysén y O’Higgins pondrá a prueba la capacidad del sistema universitario estatal para generar instituciones modernas, eficientes y orientadas a beneficiar a sus comunidades.

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Escrito por Daniel Rodríguez Morales

Director ejecutivo de Acción Educar.