Por Harald Beyer, Centro de Estudios Públicos y Raúl Figueroa, Acción Educar.
En Chile existe un sistema de ayudas estudiantiles que incluye becas de distinta naturaleza y créditos estudiantiles. Las primeras benefician a los siete primeros deciles, pero en general no cubren el arancel completo. Además, los estudiantes beneficiados tienen que satisfacer algunos requisitos académicos que dependen de su grado de vulnerabilidad y de las características de las becas (una excepción son las becas Vocación de Profesor, que cubren el arancel efectivo y, además, son de carácter universal. Claro que los requisitos académicos son más exigentes).
Los créditos estudiantiles, particularmente el CAE, han estado entregándose a todos quienes satisfacen los requisitos académicos y postulan a este beneficio. La tasa de interés real es de un 2%, y no se paga, si el egresado así lo solicita, más de un 10% del ingreso.
Estas ayudas tienen como tope el arancel de referencia, y en muchos casos (no en todos) significa que se produce una brecha entre el arancel efectivo y dichas ayudas, que es de cargo de las familias. Esto es especialmente cierto en el caso de los alumnos del 60% más vulnerable que van a universidades que no están en el Consejo de Rectores o a institutos profesionales o a centros de formación técnica, porque en esos casos la beca no es igual al de referencia, sino a montos fijos de un millón 150 mil pesos y 600 mil pesos, respectivamente.
El Gobierno ha decidido avanzar gradualmente hacia la gratuidad universal: una experiencia inédita en el mundo. Es una política de dudosa efectividad para asegurar acceso a la educación superior y, además, regresiva en la distribución de los fondos. Pero más que discutir este aspecto en esta ocasión, nos preocupa la forma que ha elegido el Gobierno para avanzar en la gratuidad para los primeros cinco deciles de ingreso.
Es evidente, de la descripción que hemos hecho anteriormente, que el camino más prudente, en ausencia de un diseño definitivo tanto del marco regulatorio que gobernará a la educación superior como de las políticas de financiamiento, es “rellenar” las diferencias entre el arancel efectivo y las becas vigentes. Por cierto, el Gobierno puede estar preocupado de que los aranceles sean “mentirosos” y acordar, por tanto, un techo para estos valores. Pero este debería responder a estudios serios que avalen los umbrales definidos. Hasta donde entendemos nada de esto existe.
Pero no contento con esto, el último anuncio del Gobierno sugiere que el aseguramiento de la gratuidad no va a ser a través de becas ni tampoco a través de un financiamiento basal. Se abrirá así un nuevo foco en la discusión relacionado con la forma en que se pretende asegurar este beneficio. No deja de ser insólito que el punto de partida para una política tan fundamental y controversial, que comprometerá a la larga importantes recursos y que modelará el futuro de nuestro sistema de educación superior, se realice a través de una glosa presupuestaria.
Es bueno recordar que la Ley de Presupuestos tiene por exclusiva finalidad determinar los ingresos y gastos para el sector público durante un año determinado, bajo un marco de tramitación especialísimo que se caracteriza por el expreso mandato que la Constitución hace al Congreso de despachar el proyecto de Ley de Presupuestos dentro de los sesenta días contados desde su presentación. Así, por ejemplo, es importante tener en cuenta que el trabajo de las comisiones de Educación, tanto de la Cámara de Diputados como del Senado, cuyo aporte no puede faltar en una reforma como la que está en juego, es reemplazado por una subcomisión mixta que debe conocer todos los temas presupuestarios relacionados con el Ministerio del Interior y Seguridad Pública, así como el de Educación y sus servicios relacionados.
Ahora bien, la glosa tendrá, entre otros aspectos, que definir criterios específicos para hacer elegibles a las instituciones merecedoras del aporte por gratuidad que no se desprenden del marco regulatorio vigente, impedirá a las instituciones solicitarles un aporte adicional a los estudiantes merecedores de este beneficio, deberá definir indicadores precisos para distribuir los fondos asignados entre las instituciones que seguramente significarán tratamientos diferentes para cada una de ellas y limitar el crecimiento de las matrículas o los alumnos beneficiados. Todos aspectos que parecen ser propios de una ley específica. La extensión de las becas parece ser un camino con menos obstáculos. Claro que en ese caso son los jóvenes y sus familias los que definen cómo se expande el sistema de educación superior. El rechazo a las becas, entonces, tiene que ver más bien con el deseo de traspasar poder desde la ciudadanía al Estado por medio de las decisiones que este tomará para asignar los aportes por gratuidad. Este debate muy legítimo debería ser indudablemente propio de un debate legislativo específico.